Call me fifí: El lenguaje sí importa cuando la clase alta es oposición

Hace poco más de una semana, unos cinco mil ciudadanos se reunieron en el Ángel de la Independencia, ubicado en la Avenida Paseo de la Reforma en la Ciudad de México, para manifestarse en contra de la cancelación del aeropuerto en Texcoco. Vestidos de negro, marcharon hasta el Zócalo de la Capital, mientras en paralelo, en ciudades como Guadalajara también se sumaban algunas muestras de apoyo. A esto se le llamó: “La marcha fifí”. (Incluso me recordó a la marcha “Vibra México” de la cual se puede revisar la crónica en el precursor de este medio, Homozapping.

Las burlas en redes no se hicieron esperar porque este movimiento viene de un sector que difícilmente sale a las calles para quejarse, esas personas que incluso se molestan de las manifestaciones de otros sectores; sin embargo, al parecer las condiciones han cambiado: ahora la clase alta es la oposición.

Y no, no hablaremos del tema del aeropuerto o de las pancartas abiertamente clasistas que se utilizaron en la marcha, por ejemplo una que decía: “No sé quién mordería mi cartulina, si un chairo o uno de la #CaravanaMigrante… Porque resulta que ambos tienen hambre”. No, no hablaremos de eso, más bien, de una molestia que algunos de ellos presentaban en sus consignas: Ni fifís ni camajanes, ni amlovers ni chairos, ¡basta de polarización!”.

Resulta que ahora el lenguaje sí importa. Luego de años, muchos años, de estigmatizar a los integrantes de movimientos sociales con adjetivos como rojillos, sediciosos, comunistas, anarcos, proles, izquierdosos y más recientemente chairos, de pronto la nueva oposición se hipersensibiliza y exige respeto. De pronto con las palabras les salen moretones y aprovechando su marcha alzan la voz al grito de: “Ya no juego”.

Queridos fifís: bienvenidos a la sociedad que ustedes crearon. Claro que la polarización es dañina para el país, claro que los adjetivos para demeritar la posición política de una persona, sea chairo, sea fifí, truncan la iniciativa a opinar y la apertura a la participación ciudadana, porque cuando alguien quiere discutir sobre algún problema nacional, basta con decirle: “ya vas a empezar de chairo” para amedrentarlo y frenar el debate. Sin embargo, esa es la cultura política que los medios de comunicación y las élites fueron creando sin saber que un día los roles cambiarían, que muchos de esos que gritaban “¡Cállate chairo, comunista o izquierdoso!” un día serían oposición.

Nuestra cultura cívica es tan pobre que a eso se reduce la participación ciudadana, a etiquetarnos desde tiempos inmemoriales para tomar dos bandos y gruñirnos como perros, a puros ladridos con ausencia de argumentos. En México, decir comunista suena anacrónico, parece una palabra que debiera ser eliminada del pensamiento nacional porque hace cincuenta años, en 1968, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y luego la Guerra Sucia de los setentas y ochentas, nos demostraron el precio que tiene ser estigmatizado con esa palabra. Por años ser comunista fue sinónimo de criminal, mugroso, flojo y demás adjetivos hasta que los mexicanos prefirieron enviar la palabra al ostracismo, mientras que en Europa, en este Siglo XXI, hay partidos comunistas que ganan elecciones.

Lo mismo sucedió con los anarquistas, de quienes nadie nos explicó sus ideas pero sí desde los medios masivos de información nos llenaron la cabeza de imágenes relacionadas con ellos lanzando bombas, destruyendo casetas telefónicas, siendo violentos con sus rostros encapuchados. Nunca nadie nos dijo algo sobre Charles Furier, Kropotkin o Bakunin, pero sí nos hablaron del peligro inmerso en la palabra anarquista.

Hoy los fifís o derechairos inician su nuevo viaje: ser oposición, salir a marchar, quejarse en redes sociales, desesperarse porque en el Congreso Morena aplasta a sus partidos de confianza: PRI, PAN, Partido Verde… Ojalá esto sirva como un ejercicio de empatía y la izquierda se abra a debatir y la derecha, si es que un día vuelve al poder, no repita los vicios de los estigmas y los adjetivos, porque ya se dieron cuenta lo desesperante que es ser encasilladlo en una palabra.

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