Después de la elección presidencial del 2012, una parte importante de los medios de comunicación masiva (pero en especial la televisora más destacada del país) consiguieron la victoria política más importante de su historia: el candidato que habían construido desde la pantalla fue declarado ganador. Existieron factores (entre ellos el movimiento #YoSoy132) que provocaron que al final la victoria del entonces candidato Enrique Peña Nieto no fuese del margen que anunciaban la mayoría de las encuestas (una ventaja presuntamente de dos dígitos), pero al final, terminó por imponerse en una contienda que fue socialmente cuestionada.
Sin embargo, desde entonces, casi todo ha sido pérdidas para la derecha mediática. En parte es un proceso natural en un contexto que ha cambiado de manera drástica en el entorno global. Para ilustrarlo, tenemos un claro ejemplo: En 2013, Netflix estrenaba la primera serie que se transmitiría por internet: House of Cards. Hace poco más de dos semanas, el lanzamiento de su sexta y última temporada pasó sin pena ni gloria, como la conclusión anodina de un programa que fue perdiendo calidad desde antes que colapsara por completo debido a los escándalos sexuales que involucraron a su ex protagonista Kevin Spacey.
El hecho es que lo que alguna vez fue una apuesta arriesgada e incierta (la creación de una serie de televisión que se difundiría de manera exclusiva por internet), en pocos años se convirtió tan habitual que incluso su primer exponente pudo consumirse en la irrelevancia sin afectar la dinámica de la nueva industria. Las series de televisión que se transmiten por la red compiten (y en muchos casos superan) a las ofertas de entretenimiento que ofrecen las cadenas tradicionales. En general, en varios países del mundo, los usuarios comienzan a adoptar un nuevo patrón de consumo, tanto en materia de entretenimiento como de información que parte de una lógica muy distinta a la de la programación de los medios convencionales.
Pero en pocos países ese proceso ha sido tan dramático como el de México. En este caso, se trata no sólo de un cambio en el consumo de información —que sería entendible, a raíz de los cambios tecnológicos de los últimos años— sino que en buena medida este proceso coincidió con el enorme desprestigio que han acumulado en años recientes los medios convencionales mexicanos, en especial la televisión. Acostumbrados a incidir en la opinión pública durante los últimos años, algunos de los principales comunicadores de los medios masivos no terminan de digerir la manera tan aparentemente abrupta (porque en realidad fue consecuencia de una decepción colectiva después de una larga historia de engaños) en la que cambiaron los tiempos.
Es por lo demás evidente, que la mayoría de los comunicadores de los medios tradicionales tienen una inclinación hacia la derecha del espectro político, lo cual es consecuencia de 36 años de gobiernos neoliberales en México. Si bien las expresiones de izquierda (o por lo menos críticas al régimen) tuvieron representación en las últimas décadas en diferentes espacios institucionales (sin dejar de pasar por alto que recibieron un apoyo importante del electorado durante esta época), no tuvieron esa misma resonancia en los medios de comunicación masiva.
Al margen de lo que hoy en día pregonan los personeros de la derecha mediática, rara vez convocaron a un debate serio y plural en sus espacios sobre temas de interés público. Todo lo contrario: monopolizaron no sólo la información, sino que inhibieron la discusión de ideas, proyectos o visiones divergentes del país.
Una consecuencia natural de lo anterior es que muchos de los comunicadores de los medios tradicionales se asumen como la verdadera oposición al nuevo gobierno que encabezará Andrés Manuel López Obrador. Ante un PRI que se encuentra en una mínima expresión y un PAN que acaba de consumar una importante ruptura, algunos de los opinadores de los medios convencionales han encabezado una cruzada contra el populismo. Es pertinente reconocer que en esto han sido congruentes: Desde el 2006, advirtieron del apocalipsis que representaría la llegada de AMLO al poder. Una vez que el peor de los escenarios que auguraron se cumplió, la denuncia de los errores del nuevo gobierno tiene la misma contundencia e intensidad que la histeria que sembraron en el pasado.
Un ejemplo que ilustra lo anterior, es cómo la llamada marcha fifí, convocada en medios sociales para protestar contra la decisión del gobierno entrante para cancelar el NAIM, representa para estos comunicadores “el surgimiento de una nueva expresión de la sociedad civil” que carece de representación. En momentos en los que diferentes encuestas anuncian una aprobación mayoritaria de los ciudadanos al nuevo presidente, la derecha mediática sólo observa un enorme descontento por parte de la sociedad. Incluso algunos sugirieron que esta inconformidad podría ser encabezada de manera institucional por el nuevo partido político que ha anunciado el ex presidente Felipe Calderón.
Desde luego, esta actitud contrasta con otras movilizaciones que se dieron también a raíz de convocatorias ciudadanas en medios sociales, con el fin de manifestar la indignación social, como fue el caso de los desaparecidos de Ayotzinapa. En aquel entonces las mismas voces calificaron estas movilizaciones “peligrosas”, “violentas” e incluso desestabilizadoras. No pocos comunicadores al servicio del régimen vieron una conjura golpista de grupos de interés.
La creación de una realidad paralela es, de hecho, una señal cada vez más común de la derecha mediática. En el contexto de la campaña presidencial del 2018, una parte importante de los columnistas de esta corriente abrazaron la candidatura de José Antonio Meade: Esto con base en su largo paso por la administración pública, por su compromiso con la “estabilidad macroeconómica” (léase adhesión irrestricta al neoliberalismo), por haber servido a dos presidentes de diferente signo partidista. Al final, ninguna de estas características representó un atributo positivo para una parte sustantiva del electorado. También Ricardo Anaya tuvo apoyo entre otros comunicadores quienes elogiaban la trayectoria estratégica (repleta de traiciones políticas) que lo llevó a conquistar la candidatura. Sugirieron que en la campaña terminaría por reventar a López Obrador, pero en los hechos jamás siquiera fue un adversario que le disputara seriamente el triunfo.
A lo largo de la campaña electoral del 2018, esos mismos comunicadores no se cansaron de decir que “todo podía ocurrir el día de la elección” (a pesar de que AMLO tenía una ventaja mucho mayor en las encuestas a la de EPN en 2012, cuando las mismas voces exclamaban que la contienda estaba “decidida”), pero los resultados terminaron por exhibir que muchos de ellos habían dejado de hacer un análisis político realista. Ante la sugerencia que hiciera Hernán Gómez Bruera en torno a la necesidad de incorporar nuevas voces a los medios de comunicación, algunos respondieron que ello correspondía a una supuesta purga de voces disidentes.
Al igual que en el pasado, la derecha mediática busca imponer su agenda, pero ahora partiendo de un lugar donde tendrá una libertad que jamás había conocido: desde la oposición al gobierno. Sin embargo, seguirán promoviendo un análisis en donde prevalezca la forma sobre el fondo;,la histeria sobre la discusión, los prejuicios por encima del debate de ideas. Buscarán tanto posicionar agendas propias como si se tratase del interés colectivo como estimular la polarización con la expectativa de que al final, una parte importante de la sociedad termine por coincidir con ellos de nueva cuenta.
Si bien los medios sociales se han convertido en un contrapeso eficaz de los medios masivos, debemos reconocer que éstos últimos aún mantienen una influencia importante. Sin embargo, la experiencia de los últimos años evidencia que la derecha mediática terminó por ser víctima de sus propios dogmas. En el presente, vociferan en contra del peor de los desastres: la nación chaira de internautas que abiertamente los desafía desde el espacio público virtual.