Hay un país de América Latina en el que se ha vencido a la globalización y de alguna forma al neoliberalismo salvaje, un país que, pese a ello, mantiene una economía más estable que la de los Estados Unidos de América, creciendo un cinco por ciento anual. En 2006, ese país, nacionalizó los hidrocarburos y lejos de caer en los vicios en los que incurrieron países como Venezuela e incluso la pésima gestión que México ha hecho de esa industria, su gobierno fue cauto y genero una industria energética saludable: ese país es Bolivia.
La nación sudamericana ha logrado enorme estabilidad pese a no contar con salida al mar y carecer de ciertas materias primas. En Bolivia, la sociedad está compuesta en su mayoría por pueblos originarios, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe. En el Estado Plurinacional de Bolivia hay 62 por ciento de población indígena; incluso, su presidente, Evo Morales, proviene de la etnia aymara.
En Bolivia no hay McDonald’s porque su identidad cultural es tan fuerte que prefirieron seguir consumiendo la comida regional; pese a que la transnacional implementó el uso de salsas tradicionales y ambientó con música folklórica sus establecimientos, los bolivianos se negaron a abandonar su cocina típica hasta que la enorme “M” amarilla dejó de verse por las calles.
Aunque el ahorro y la buena gestión de los hidrocarburos, como el modelo mixto en el que, pese a nacionalizar la industria las empresas extranjeras siguen operando, han sido claves para el despunte de Bolivia en la era Evo Morales, uno de los factores que rescatan expertos del Fondo Monetario Internacional ha sido la estabilidad social en la nación. Esta situación se puede atribuir, en gran medida, a la identificación que la sociedad tiene con un presidente emanado de los propios pueblos originarios.
Es por eso que Evo va por un otro mandato, el cual abarcaría de 2020 a 2025, lo que lo llevaría a encumbrarse diecinueve años en el poder. Su opositor, Carlos Mesa, quien ya fue presidente de Bolivia, ha declarado que el actual mandatario ha perdido fuerza y esta vez es “derrotable”, por lo que se muestra confiado ante encuestas que indican que Evo ha perdido cierta popularidad en los últimos tiempos.
Dicha baja en la imagen pública del presidente boliviano podría deberse a diversos casos de corrupción que han empañado su mandato, entre ellos el desvío de recursos del Fondo Indígena, por el cual fueron encarceladas dos exministras y otros dirigentes indígenas del oficialismo. Otro caso involucró a Gabriela Zapata, expareja del presidente Morales, recluida por un supuesto enriquecimiento ilegal gracias al cobro de comisiones a empresas para que fueron contratadas en las obras del Estado.
Ante este escenario de claroscuros, los detractores de un país que se resiste a abandonar su cultura para entregarse a la globalización podrían etiquetar a Evo Morales como dictador, por encumbrarse tantos lustros en el poder. Por otro lado, durante ese tiempo ha demostrado ser un estadista, a quien el parlamento de su país ha exonerado de cualquier indicio de corrupción hacia su persona.
Ángela Merkel ha sido la canciller de Alemania desde hace catorce años y al parecer seguirá en el poder de su nación otro periodo más; Vladimir Putin lleva diecinueve años siendo el hombre fuerte de Rusia y de pronto parece ser eterno; de América Latina surge un hombre que, por no provenir de una potencia, es de pronto mal visto por buscar un siguiente mandato presidencial, pero de ese sujeto se habla tan poco en los medios internacionales que la única razón de no ser protagonista de la escena mundial podría ser que está haciendo las cosas bien para su país, pese a ir, como los salmones, contra ciertas corrientes.