¿Cuál es el pecado original de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN)? Lo denota su nombre: una mala traducción del órgano judicial estadounidense: TheSupremeCourt. En realidad, nuestro máximo impartidor de justicia debería llamarse Corte Suprema de la Nación, poniendo el sustantivo antes del adjetivo. Pero esta no es una minucia del lenguaje; hay una narrativa histórica que subyace a este aparente error gramatical.

La idea de tener un tribunal que dirimiera los asuntos más relevantes -y que fuera la última instancia del sistema judicial- no es nueva en nuestro país: ya José María Morelos y Pavón propuso la creación de un “Supremo Tribunal” que funcionó de manera muy incierta mientras el Generalísimo Morelos estuvo en vida y a su muerte se extinguió. En la etapa independiente, México tuvo una Suprema Corte cuando gobernaban los federalistas -siguiendo el ejemplo de los Estados Unidos-, y también cuando gobernaron los centralistas. La diferencia radicaba no en la estructura de la Suprema Corte sino en el Poder Judicial: los tribunales de circuito y los juzgados de distrito eran y son instancias de una república federal; pero en una centralista sólo existe un máximo tribunal.

Hay otra diferencia, sutil, en el quehacer de la Suprema Corte: bajo el esquema estadounidense, la Suprema Corte de Justicia es un tribunal constitucional y a ratos de “legalidad”; bajo el esquema europeo-francés, las labores de revisar la constitucionalidad de las leyes está en manos de un tribunal distinto al que revisa en última instancia temas de “legalidad”. En el sistema europeo, existe algo llamado tribunal de “casación”, que es la última instancia a la cual se puede apelar si el litigio no conlleva un tema de constitucionalidad.

La SCJN mexicana es un híbrido interesante. Inicialmente veía tanto temas constitucionales como de legalidad; pero cuando México era menos democrático de lo que es ahora, los temas constitucionales eran pocos y soslayados a no poner a la SCJN en conflicto directo con el poder presidencial. La SCJN pocas veces se pronunció sobre temas de violaciones de derechos humanos; y cuando lo llegó a ser, sus resoluciones eran exasperantemente ambiguas y poco concluyentes. La mejor herramienta para que no se violaran los derechos humanos en México, el Juicio de Amparo, sólo tenía efectos para quien lo solicitara. Así, la función de control constitucional de la SCJN estaba limitado. Y por una prudencia que podría pasar por cobardía, los ministros de la SCJN nunca se enfrentaban al poder político; su actuar era pausado, como de un elefante amilanado, que no se atreve a demostrar su poder.

Y es que ese es el otro detalle curioso del máximo tribunal mexicano: su poder en el texto constitucional no era -no es- menor; pero lo ejerce con dudas y lentitud. A diferencia de la suprema corte estadounidense, que se apropió de la facultad de revisión directa de los actos constitucionales de otros poderes -con el famoso caso de Mardbury vs. Madison lo demuestran- la SCJN era incluso melindrosa para ejercer aquellas facultades que sí le daba la Constitución Federal.  Era un Poder de la Federación opaco, lento, taciturno, que “hablaba” en sus sentencias; pero en un idioma críptico, alejado de la realidad nacional y del lenguaje del mexicano de a pie.

Durante el sexenio de Ernesto Zedillo la SCJN sufrió uno de sus cambios más radicales: se redujo en numero de ministros hasta llegar a once y su vocación cambió: se convirtió más y más en un tribunal constitucional y no ya de mera legalidad. Empezó su lento ascenso a ser un poder real en el entramado constitucional mexicano. Y, por lo tanto, si contamos los años transcurridos desde el 31 de diciembre de 1994, fecha exacta de la gran reforma zedillista a la Suprema Corte, nuestro máximo tribunal no tiene más de 25 años. Muy joven, si hacemos caso a este conteo.

La historia de la SCJN ha sido una historia de silencios -no necesariamente de ociosidad, pero sí de una labor tras bambalinas- que ahora ya no está en las sombras. La SCJN se ha enfrentado a los presidentes en turno, al principio de manera tibia, luego más evidente y decidida. ¿Es deseable tener un poder, no electo directamente por la ciudadanía, controlando los actos de los otros poderes en cuanto a su apego a la norma constitucional? Es una de las grandes preguntas de las democracias occidentales. En Estados Unidos de América la Suprema Corte, aprovechándose de un tecnicismo legal y dando un verdadero “albazo” constitucional, se apropió del control judicial de la constitucionalidad de otros poderes federales. En el caso mexicano, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha ido creciendo, con lentitud que exaspera a ratos, en su importancia e independencia. Es necesario tener a una judicatura independiente; pero es malo, muy malo, que esa judicatura se convierta en una camarilla ajena a “los sentimientos de la Nación”, por usar un término de quien fuera el primero en idearla: José María Morelos y Pavón. ¿Dónde está pues el punto intermedio?

Creo que ese punto debe ir definiéndose de manera clara, natural, diríase orgánica, del mismo devenir de la SCJN. Aunque su lentitud nos desespere, la verdad es que una democracia necesita a una judicatura independiente, valiente, indómita, ajena al poder político. Son las togas de los y las jueces y magistrados/as el último bastión de la democracia. La propuesta de que la SCJN vuelva a crecer en número de ministros, aduciendo la guerra abierta contra la corrupción al proponer una sala dedicada sólo a temas y juicios ligados a dicho combate, abre la puerta a que el actual presidente de la República tenga una sobrerrepresentación en la SCJN y que, por su tamaño, las sesiones del Pleno sean inoperantes, laboriosas, como eran antes de la reforma constitucional de 1994.

Creo que no conviene hacerlo así. La SCJN es una veinteañera que arrastra ya casi doscientos años de inoperancia real. Debemos por lo tanto dejarla ser, no ahogar su independencia, tan frágil y reciente, con una hipertrofia de ministros/as que en nada ayudarán. Debe mantener su distancia con el poder. Al señor presidente López Obrador ya le toca en suerte nominar a tres ministros de nuestro máximo tribunal constitucional; de aprobarse la propuesta del senador Ricardo Monreal, de MORENA, de aumentar una sala más a la SCJN, el actual mandatario federal aumentaría a ocho los ministros que podría proponer -y seguramente que podrían tomar funciones, dada la mayoría simple de la cual goza el grupo parlamentario acaudillado por el senador Monreal. Incluso el presidente López Obrador ha tomado públicamente cierta distancia de dicha propuesta; y con sobrada razón. Nada más dañino que regresar a los viejos usos y costumbres del PRI en el poder, donde la SCJN era no más que un viejo grupo de juristas de paso lento y que hablaban en susurros desde los pasillos del poder. Un verdadero contrapeso es lo que conviene a nuestra nueva república, más joven que la SCJN y más necesitada de apoyos que al resistir, mantengan en su sitio el edificio de nuestra nación.

Dejaré aquí esta reflexión, a consideración del lector. En próxima oportunidad comentaré el tema del Consejo de la Judicatura Federal, un órgano del Poder Judicial Federal que también ha estado en la mira del debate parlamentario y que amerita, por su complejidad, un texto aparte.

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