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Textos y Contextos. Abrió una tienda de hamburguesas… e hicimos filas

Esta semana, en la Ciudad de México, abrió un restaurante de hamburguesas estadounidenses cuyo nombre no vale la pena mencionar; sin embargo, previo a la apertura, para muchos medios de información si les fue importante no sólo decir el nombre, sino también hacer un alboroto de la llegada de dicho establecimiento: el primero de la cadena abierto en América Latina.

Muchas notas fueron las que adelantaron el ingreso al mercado mexicano de este restaurante de comida rápida, donde uno se gasta más o menos cuatrocientos pesos por unas papas, una malteada y una hamburguesa. Y bueno, eso da igual, la pluralidad de opciones gastronómicas en la capital mexicana es enorme y abarca una amplia gama de precios y sabores: ya uno decide dónde meterse.

Pero las filas, el día que se abrió, había filas, filas, filas de personas que decidieron demostrarnos que el sistema capitalista manda, que las marcas ordenan, que el extranjero llegado a nuestras tierras sigue triunfando… Bueno, no cualquier extranjero, sólo el que viene de Norteamérica o de alguna potencia mundial, con mucha inversión e infraestructura. ¿Será que a un puesto de pupusas salvadoreño se le haría una fila de dos horas para probar el platillo típico centroamericano?… Yo tampoco lo creo.

¿Cuántas personas en México no han criticado, muchas veces sin haberlo visto con sus propios ojos, que en países como Venezuela o Cuba, ¡se tienen que hacer filas para poder obtener un poco de alimento!?, pero aquí en México, que se supone no tendríamos porque hacerlo, igual sucede, y es voluntario, y ante ese sinsentido, nadie dice nada. Un maestro de la Universidad de Guadalajara me hizo la referencia de que lo mismo pasó cuando llegó a nuestro país McDonald´s: luego entonces, no hemos avanzado en lo absoluto.

En su libro, “No logo”, Naomi Klein explica como las marcas se adueñaron de las calles, de los espacios, de las conciencias de las personas, que al final, somos quienes construimos extraño ente policéfalo al que los publicistas y empresarios llaman: el mercado. Y qué cosa tan extraña, millones de personas en el mundo luchan contra la inmoralidad de convertir a los muertos, a los desaparecidos, a los refugiados, a los migrantes en una cifra más; la humanidad pugna por no deshumanizarse, pero a nadie le importa que en algún punto de la vida todos seamos una cifra, una estadística de compra-venta: somos el mercado.

Muchas historias cuentan que los pueblos originarios del país, más aún los que habitaban Mesoamérica, esperaban el retorno de sus dioses: la más famosa de ellas, “el regreso de Quetzalcóatl”; esta leyenda, más allá de ser cierta o no, está prendada en el ideario colectivo de forma que la hemos asumido como real. Según el Códice Florentino, cuando Motecuhzoma se enteró de la llegada de esos forasteros, en el año 1 caña, “reaccionó como si pensara que el recién llegado era nuestro príncipe Quetzalcóatl”.

Y en qué acabó: un exterminio de indígenas, violaciones, epidemias, la destrucción de gran parte de una cultura ancestral que terminó condenada a vivir en los museos para entretener a los propios extranjeros de los tiempos modernos. Ahora, los diseños de la vestimenta de los pueblos originarios se los roban las grandes marcas para transformar la identidad de una comunidad en un producto masificado que así ya no vale los miles de dólares en los que logran venderlo.

Hoy pocos esperan que regrese Quetzalcóatl, toda vez que muchos sí se emocionan porque cierta marca extranjera abrirá en México ora un almacén de muebles que se compran en línea, ora una tienda de café con tu nombre en el vaso, ora un expendio de hamburguesas carísimas… No sé tú, yo preferiría seguir esperando a Quetzalcóatl, suena más interesante.

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