Los pueblos nórdicos gozan de una buena reputación en nuestra época: son países estables, democracias robustas y con altos índices de calidad de vida. Pero no siempre fue así, por supuesto: en el imaginario popular se preserva la imagen del vikingo, un viajero de los mares boreales que era al mismo tiempo explorador y guerrero, pirata y colonizador. En el siglo IX de nuestra inició en Europa una etapa histórica conocida como la de las grandes invasiones: los hombres y mujeres del septentrión, que ocupaban los territorios donde ahora se encuentran Dinamarca, Suecia y Noruega, emprendieron una serie de incursiones, algunas muy violentas, en las tierras que luego serían llamadas Inglaterra, Francia y Alemania. Luego, en el siglo X, se atrevieron a ir más al sur: conocieron así la España de los musulmanes, el Al-Ándalus, la cuenca del Mediterráneo, Sicilia, la península itálica y llegaron incluso a las puertas de la fabulosa Constantinopla, ahora Estambul.

Con el tiempo los vikingos llegarían asimismo al Atlántico Norte: Irlanda, Groenlandia y la mítica Vinland, seguramente el norte de América -pues hay restos arqueológicos en L´Anse aux Medows, Terranova, que así lo confirman- vieron pasar las “largas naves” de estos norteños. El legado vikingo, de guerra sin duda, pero también de comercio y pacífico acercamiento cultural, está imbricado en la historia de la humanidad. Pero en particular en una isla llena de volcanes, donde llegaron a fundar pequeñas pero orgullosas villas, es donde se siente más la presencia de la era dorada de la exploración vikinga: Islandia.

Islandia es ahora un país de un poco más de 300 mil habitantes. Con energía geotérmica a su disposición, una población bien educada y un sistema parlamentario que a simple vista parece muy plural, esta ínsula alberga a una población conformada por descendientes de los casi míticos vikingos. Su idioma es, en nuestros días, lo más parecido a la lengua de los temibles -acaso incomprendidos- conquistadores de los mares que podemos encontrar. Con estos antecedentes, uno pensaría que Islandia es casi -salvo por el clima- un paraíso.

Pero este jardín de aguas termales y bravos pescadores sufrió una crisis financiera en el año 2008 de la cual aun no se recupera del todo. La catástrofe económica surgió de varias fuentes -una burbuja inmobiliaria, la apertura sin restricciones de su sector energético a la iniciativa privada, la entrada de la trasnacional ALCOA a explotar sus minas de aluminio y su potencial geotérmico sin un buen plan de impacto ambiental- pero una en particular es de llamar la atención: su sector bancario.

En el año 2000 existían tres bancos en Islandia, todos ellos propiedad del Estado islandés. A partir de la oleada de desregulaciones y privatizaciones que se han dado en llamar “neoliberalismo”, estas entidades financieras -pequeñas y en realidad más cercanas a las cajas de ahorro mexicanas que a bancos comerciales- empezaron a aceptar capital privado vía colocaciones en bolsa, por lo que se convirtieron en empresas privadas.  Y esto provocó que iniciaran su expansión mundial, invirtiendo en todo tipo de negocios y en países tan lejanos como la India. Por supuesto, esta nueva “invasión” de los “vikingos financieros” islandeses vino aparejada en mayor exposición al riesgo: prestaban dinero a tasas altas, pero con mayor probabilidad de mora; y se financiaban colocando deuda en mercados internacionales, tomando también fondos de los ahorradores, particularmente de pensionados islandeses y negocios inmobiliario o pesqueros.

Evidentemente había ya en el año 2007 un riesgo sistémico: los bancos islandeses estaban muy expuestos: cualquier fenómeno de insolvencia de sus deudores de mayor envergadura, la menor baja en la calificación de sus bonos de deuda, los pondría en severo riesgo crediticio. Si se desencadenaba un pánico entre sus clientes -la llamada “corrida”, es decir, que los ahorradores de dichos bancos empezaran a retirar su dinero, por miedo ante la salud de la institución bancaria- estarían atrapados en un “maelström” o torbellino financiero en el cual zozobrarían. La “tormenta perfecta” del año 2008 casi hace naufragar a Islandia: sus bancos tuvieron que ser nacionalizados al estar técnicamente en quiebra, en un rescate que recuerda al mexicano de 1994, la crisis se extendió al sistema de pagos y a los fondos de pensiones de los islandeses, la burbuja inmobiliaria colapsó y la deuda nacional llegó a ser de siete veces el Producto Interno Bruto de Islandia. En palabras de la vieja Saga de los Groenlandeses, pronto Islandia se vio “como una tierra que no valía nada”.

¿Acaso nadie vio venir esta tempestad económica? Las calificadoras internacionales antes de la crisis de 2008 dieron la más alta nota -la AAA- a la deuda de los bancos islandeses; pero ya sabemos que estas empresas calificadoras a ratos se les pierde la lupa y califican de una manera harto errática; las compañías de auditoría, como KPMG, no advirtieron ninguna nube sobre el sistema financiero islandés -tampoco advirtieron la crisis mundial de 2008, si a esas vamos-. Pero entonces, ¿quienes tenían el deber de otear el horizonte y ver la borrasca que arrojó al barco de Islandia a los peñascos? Ese era -y es- el trabajo de los reguladores financieros. Las entidades que vigilan a los intermediarios bancarios y otros jugadores del juego económico, las autoridades de supervisión que los Estados tienen en los mercados, como árbitros, son los que se deberían de encargar de vigilar a los bancos para evitar riesgos sistémicos y crisis financieras nacidas de una regulación laxa y de asumir riesgos inaceptables.

¿Dónde estaban los reguladores bancarios de Islandia en 2007? Bueno, algunos, como advierte Gylfi Zoega, profesor de la facultad de Economía de la Universidad de Islandia (entrevistado para el documental “Inside Job”, donde se cuenta la catástrofe económica de 2008), no estaban haciendo bien su labor; ya sea por falta de recursos, excesivas cargas de trabajo o simplemente por negligencia.  Pero otros no cumplieron con su deber porque estaban pensando en dejar sus puestos para asumir otros mejor remunerados: un tercio de los funcionarios de la Fjármálaeftirlitið, la Autoridad Supervisora Bancaria de Islandia terminaron trabajando en los intermediarios financieros que se suponía ellos deberían estar vigilando. Los que se quedaron en el sector público simplemente no podían -¿acaso no querían?- enfrentarse a los abogados y financieros mejor pagados de los bancos islandeses, que con argucias y subterfugios alegaban, incluso meses antes de la debacle económica, que no había nada de qué preocuparse.

Los disturbios callejeros de septiembre de 2008 y la caída en desgracia de Islandia por supuesto los desmintieron de manera categórica: pero ya era demasiado tarde.

En nuestro país y en la actualidad, hemos visto cómo se va desarrollando otra “historia de vikingos” llamada Caja Libertad. En el año 2014, Jaime González Aguadé, quien fuera titular de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, tuvo la misión de investigar si Caja Libertad, conocida legalmente como Libertad Servicios Financieros, realizaba operaciones de lavado de dinero y si sus finanzas eran sanas. Su conclusión fue que, luego de auditar a dicha Sociedad Financiera Popular (Sofipo), Caja Libertad se encontraba sana. Textualmente declaró: “Revisamos que no hubiera inversiones con empresas y contratos con personas que se denominan implicadas, lo cual nos deja tranquilos de que la caja no está contaminada con este tipo de operación”. Se refería por supuesto a que este intermediario financiero no se dedicaba a lavado de dinero.

En marzo de 2019, González Aguadé ya figuraba como miembro del Consejo de Administración de Libertad Servicios Financieros, la Sofipo que nos ocupa. El 10 de julio del mismo año, el abogado Juan Collado, quien fungía como presidente de dicho Consejo de Administración, fue detenido precisamente por una acusación que gravita, entre otros supuestos ilícitos, en el lavado de dinero. Horas más tarde, González Aguadé renuncia a su cargo en el Consejo de Caja Libertad.

¿Y por qué se investigaba a Caja Libertad en 2014? Porque apareció en el entramado del fraude de Oceanografía, en perjuicio de Citibanamex y en cierta medida también de Pemex, la petrolera estatal de México; mismo que no ha terminado en cuanto a sus repercusiones jurídicas y penales.

Curiosamente, en cuanto González Aguadé dio el visto bueno a Caja Libertad, aparece Juan Collado, quien en 2015 invierte una fuerte cantidad de su fortuna para “apuntalar” a la Sofipo queretana: 685 millones de pesos vía la fusión con Prenda Oro S.A. de C.V., empresa donde la familia del abogado de los poderosos tenía participación mayoritaria.

Uno se pregunta, sin malicia, ¿qué hubiera pasado si en aquel año de 2014 la Comisión Nacional Bancaria y de Valores hubiera encontrado algo preocupante en los libros contables de Caja Libertad? ¿Aún así Juan Collado habría tenido las agallas -o la temeridad vikinga- de meter sus ahorros para sanearla?

Los vikingos de antaño no llegaron más allá del frío norte canadiense, al menos no se conoce correría alguna de sus naves-dragón por aguas del Golfo de México -y ciertamente Querétaro no tiene playa- pero ¿no les parece que esta historia de Caja Libertad tiene un cierto aroma islandés?

La historia de la hecatombe económica de 2008 y la destrucción financiera que vivió Islandia nos debe servir de lección, sobre todo para evitar un indeseable escenario donde la autoridad supervisora bancaria se deja seducir por las entidades que se supone debe de vigilar. Pero también es una llamada de atención: no importa la fortaleza de nuestra democracia e instituciones, si la corrupción campea a sus anchas, como cuervos en sembradío, no hay riqueza ni estabilidad económica que aguante su acción deletérea. Y los cuervos, personajes recurrentes de las sagas nórdicas, suelen ser heraldos de la discordia y la guerra, de la “verdadera hambre” que destruye a los pueblos.

Esta es una historia de vikingos que conviene no olvidar.