Una frase de George Santayana -falsamente atribuida a Platón- describe muy bien la relación del ser humano con la violencia. La frase en cuestión es: “sólo los muertos han visto el final de la guerra”.

No hay guerra justa, como pretendía Santo Tomás de Aquino; lo que hay son las guerras inevitables. En justicia los bombardeos Aliados sobre Dresde y Hamburgo, por no hablar de los ataques con armas atómicas contra el Japón imperial, fueron de una atroz injusticia, pues sin distingos mataron civiles inocentes como nazis o militares nipones -e incluso prisioneros de guerra-; pero casi me atrevo a decir que la Segunda Guerra fue inevitable. No necesariamente en su inicio, pero sí en su conclusión: una victoria de las potencias del Eje hubiera producido un mundo falto de toda piedad, el mundo gobernado por el hábito de la violencia vaticinado por Jorge Luis Borges en “Deustches Requiem”, acaso el relato más incisivo sobre el nacionalsocialismo alemán escrito por un latinoamericano. Pero lo inevitable de una guerra no la hace menor en atrocidad.

La mal llamada “guerra contra el narcotráfico” proclamada por el expresidente Felipe Calderón peca de ser injusta, como toda contienda bélica, pero además parece ahora como evitable. O al menos evitable en la manera en la cual se lanzó. La imagen que el actual presidente López Obrador evoca sobre el inicio de la campaña militar contra los cárteles del narcotráfico es muy elocuente: se le pegó al avispero de la violencia sin saber muy bien el método ni las consecuencias de ese ataque. Y seguimos pagando las consecuencias de esa temeridad. El Estado mexicano, sin tener claras reglas para normar el uso de la violencia legítima y sin un marco jurídico que regulara el actuar de sus fuerzas castrenses, se enzarzó en algo que tiene todos los visos de una guerra civil de baja intensidad.

En la lógica perversa de un lance armado, siempre prima la brutalidad como la manera más eficiente de resolver la “guerra”. Y los ejércitos del mundo deben ser expertos en ese uso eficiente de la violencia. Sin distingos y casi sin contrapesos, lanzar a las fuerzas armadas mexicanas a la refriega ante la falla sistémica de los sistemas de seguridad pública civiles implicó un escalamiento del conflicto, de las bajas -sobre todo de gente pacífica- y de las violaciones de los derechos humanos.

Sin remontarnos mucho en el tiempo, recordemos que el 19 de marzo de 2019, el Estado mexicano tuvo que pedir disculpas por el caso de Jorge Antonio Mercado Alonso y Javier Francisco Arredondo Verdugo, estudiantes del Tecnológico de Monterrey (ITESM), campus Monterrey, torturados y ejecutados por el ejército mexicano el 19 de marzo del 2010; su historia, que no es única ni excepcional, se narra en el documental “Hasta los dientes”, dirigido por Alberto Arnaut.

El caso de los estudiantes del Tec de Monterrey muertos en 2010, así como otros casos de abusos, encubrimientos y violaciones a los derechos humanos que se han dado en los últimos trece años, creo que demuestran la necesidad de retirar al ejército y a la marina de labores de seguridad pública, retirada gradual pero retirada al fin, para que éstas sean asumidas por la recientemente creada Guardia Nacional, la cual ya cuenta con un marco normativo -perfectible, pero existente- que le permitirá cumplir con mayor precisión sus objetivos. Pero no está de más considerar otra parte de la estrategia: si las armas no han logrado la pacificación del país, es hora de preguntarnos si el uso de ellas es realmente el mejor método para combatir al crimen, organizado o no, que azota a buena parte de la República.

Y si hacemos memoria acerca de dónde inició esta “guerra” contra el narcotráfico, nos daremos cuenta de que comienza en Michoacán, precisamente donde la violencia se ha recrudecido por una desastrosa innovación atribuible al sexenio encabezado por Enrique Peña Nieto: la creación, con el apoyo encubierto o la displicencia del Estado mexicano, de las llamadas autodefensas. Una innovación traída de Colombia, tal y como lo concluye el articulista José Contreras en el periódico Crónica, quien en un texto del 15 de enero de 2014 señala que el exdirector de la policía nacional de Colombia, Óscar Naranjo, siendo asesor personal del presidente Peña Nieto, sugirió y ayudó a implementar la estrategia de introducir -o permitir, haciéndose la autoridad mexicana de la vista gorda- armas de alto calibre en grupos comunitarios para que éstos ayudaran a combatir a los Caballeros Templarios, a la manera de la Autodefensas Unidad de Colombia, quienes coadyuvaron con el estamento militar colombiano en el ataque guerrillero al Cártel de Medellín.

El desenlace es conocido, pero conviene traerlo a colación: si bien el Cártel de Medellín fue debilitado y sus cabecillas -al menos los visibles- capturados o muertos, las autodefensas colombianas pronto se convirtieron en un poder de facto que desafió al estado colombiano, inaugurando una nueva etapa en la guerra fratricida de aquella república hermana de Sudamérica. Y las autodefensas se convirtieron asimismo en principales violadoras de los derechos humanos de los campesinos colombianos ahí donde tenían sus zonas de influencia.

Vayamos ahora a Michoacán. Si bien los Caballeros Templarios han sido fragmentados y sus principales operadores han muerto o están presos, esto no ha detenido la violencia en dicho estado: la balcanización de los Templarios michoacanos ha provocado la creación de cárteles y gavillas de bandoleros más violentas -cosa difícil de creer, pero no obstante cierta- que luchan por controlar pequeñas fracciones del territorio de Tierra Caliente; por otra parte la desaparición de un cártel ha provocado el auge de otro, en este caso el de Jalisco Nueva Generación. Si a esto le sumamos que las autodefensas, creadas por la miopía del gobierno federal comandado -es un decir- por Enrique Peña Nieto, se han vuelto más levantiscas y poco dadas a colaborar en su desarme, es necesario concluir que el Estado mexicano está lejos de ganar la “batalla” en Michoacán.

Hace un par de horas la noticia de la muerte del coronel de infantería Víctor Manuel Maldonado, comandante 14/o Cuerpo de Caballería de Defensas Rurales, abatido aparentemente en un enfrentamiento con un grupo armado en Ziracuaretiro. Este fallecimiento se viene a sumar a la oleada de ejecuciones y asonadas que perturban la paz de los michoacanos, y demuestran, a mi juicio, que la vía de las armas no ha funcionado; por el contrario, la violencia se alimenta a si misma y crece, cual tumor, sin freno, menoscabando el Estado de Derecho.  De ahí que la estrategia del gobierno federal y local en este y otros casos deba ser una evaluación serena, valiente, tendiente a bajar la intensidad del conflicto, a no caer en provocaciones; sobre todo, a no reincidir en combatir el fuego con el fuego.

Ciertamente no se puede negociar con los violentos si éstos antes no se someten a la ley; salir a convocarlos para pactar cuando éstos siguen armados es no sólo peligroso, sino ingenuo. Y puede ser interpretado tanto por los cárteles del narcotráfico como por las autodefensas -en Michoacán y en otros estados de la República la frontera entre ambos grupos armados ya es demasiado tenue como para ser tenida en cuenta- como signo de debilidad. Pero lanzar una nueva ofensiva militar elevaría la violencia y terminaríamos en un par de años justo en donde nos encontramos. Requerimos pues sí, iniciar la pacificación con inteligencia -financiera, social, política- y combatir no de manera frontal, sino de manera selectiva, sin pactar con tal o cual grupo para demérito de otro ni armando a la población civil, a quienes se nieguen a deponer sus métodos violentos. Pero el camino para salir del clamor de las armas debe ser renunciar de manera firme y gradual a ellas. Para tener paz, primero debemos idear cómo dejar de usar la espada. Y para eso debe ponerse a prueba, de inmediato, el marco jurídico y operativo de la Guardia Nacional; en Michoacán sin duda, pero también en todo el país. El ejército y la marina deben regresar a los cuarteles de la misma manera en que México debe regresar a ser un país pacífico; la normalidad democrática pasa por no tener a las fuerzas armadas patrullando las calles. Pero esto no ocurrirá mañana.

La única manera para que no sean los muertos los únicos en ver el final de esta “guerra” es proponer otro camino a la violencia, no escalarla. Labor difícil, para la que no hay tiempo que perder.

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