Si algo nos enseña la historia es que las grandes transformaciones sociales ocurren sin previa teoría ni meditación. Probablemente Karl Marx hubiera preferido que Inglaterra se convirtiera en el primer país comunista, considerando que fue el primero en industrializarse; pero no fue así. La Rusia zarista, llena de atropellos a los derechos humanos, de pobreza feudal, sería el primero del orbe en tratar de construir, sobre las ruinas de los zares, un estado de inspiración socialista/comunista. Y fue a través de la revolución violenta como ocurrió este cambio radical.
La Revolución mexicana, bajo la idea enunciada por Stefan Zweig de que los “momentos estelares de la humanidad” son siempre dramáticos y por lo regular violentos, no ocurrió por la acción pacifista de los Flores Magón o la proclama cívica de Francisco I. Madero en su encierro potosino: ellos optaron por la vía de la violencia porque el sistema de poder público de la época porfirista no daba verdaderas esperanzas a la vía electoral. Las elecciones eran una farsa y la Constitución de 1857 era en los hechos letra muerta.
La revolución mexicana fue un hecho violento, telúrico, una erupción que venía alimentándose del rencor de una mala distribución de la riqueza y de un afán “científico” que veía al progreso material -ferrocarriles, puertos, edificios- como el único indicador válido del avance social. Las proclamas y planes de los revolucionarios sólo serían entonces el trueno del relámpago que ya ocurrió y es imparable.
Los momentos estelares de la historia de los países nacen del choque violento e irracional de fuerzas que asemejan a las placas tectónicas; no de la teoría. Pero sin reflexión sobre dichos momentos -y las corrientes telúricas que los crean- no pueden ser valorados como parteaguas. Nadie puede negar que un punto de inflexión mexicano fue la expropiación petrolera decretada por el presidente Lázaro Cárdenas; pero nadie lo niega porque, años después la reflexión -lo que ocurre luego de la acción, de la flexión muscular, del movimiento- nos permite otorgarle el adjetivo de “estelar” a ese momento. Los revolucionarios, violentos o pacíficos, se convierten en héroes cuando sus ideales son aceptados por la sociedad, cuando inciden en el cambio político/jurídico de sus sociedades.
Se nos olvida que Nelson Mandela, ante la violencia de la Sudáfrica de los Boers, decidió en algún momento convertir a su formación política en un grupo guerrillero; se nos olvida que la independencia de la India se consiguió con la no-violencia; pero el imperio británico no por ello se abstuvo de cometer tropelías y crueldades -ahí está la masacre de Amritsar del 13 de abril de 1919, cuando tropas del ejército indobritánico dispararon sobre inocentes civiles cuyo “delito” fue violar el toque de queda impuesto por las autoridades-; incluso cuando los revolucionarios eligen la vía de la no confrontación armada, el proceso de liberación de los pueblos no está exento de sangre y violencia.
La gran pregunta ante la salida del doctor Pedro Salmerón del INHERM no debería ser si “valientes” es sinónimo de “héroes”, que a todas luces no lo es: Álvaro Obregón fue sin duda un soldado valiente, pero eso no convalida sus crímenes políticos ni su amoral vida pública; se puede pues ser valiente sin ser “bueno”. La pregunta debería ser ¿por qué no podemos hablar con tranquilidad de nuestra historia inmediata y reconocer que lo ocurrido en México durante los sexenios de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez fue una guerra civil de baja intensidad?
Sí, sin duda Eugenio Garza Sada, empresario regiomontano admirado en Monterrey y en otras partes de México por su espíritu emprendedor y frugalidad (entre otras cosas), no merecía morir en un intento de secuestro. Sí, sin duda hay que rechazar la vía de la lucha armada. Pero no vivimos en 1973 sino en el 2019, donde la democracia, mal que bien, ya no es una farsa y donde el estado mexicano tiene un discurso de protección a los derechos humanos -que debe ir acompañado de acciones y en el cual todavía falta mucho camino por recorrer-. Las circunstancias objetivas que dieron origen al grupo guerrillero Liga 23 de septiembre, léase la violencia institucional, la imposibilidad de construir una opción electoral de izquierda, la represión y la falta absoluta de libertades civiles- ya no existen en México. En 1973 ¿cuáles eran las opciones reales de cambio político para los jóvenes idealistas de izquierda? No había, salvo que se mantuvieran en la clandestinidad o se unieran al ala más moderada del PRI, con el deseo de “cambiar el sistema desde adentro”, por ponerlo en términos de la época.
Yo no coincido con la violencia, venga de donde venga. Ya sea del Estado o bien de grupos armados. Por otra parte, los excesos de la guerrilla urbana mexicana ni por asomo se asemejan al salvajismo de los cárteles del crimen organizado que desafían al gobierno de nuestra república en nuestro presente. Los jóvenes guerrilleros de los setenta, con una ideología que nos parecería superada pero no por ello menos sincera, con sus arsenales endebles, corriendo a salto de mata, infiltrados por las fuerzas de inteligencia del PRI-Gobierno, traicionados, muriendo en cárceles clandestinas, ejecutados extrajudicialmente, desaparecidos en la sierra de Guerrero o cayendo en combates urbanos para desvanecerse en fosas comunes o en el mar -como ha trascendido, arrojados desde helicópteros o aviones- podrán haber estado equivocados, muy equivocados, en sus métodos. Pero no eran cobardes. En eso tiene razón el doctor Salmerón.
La acción pura no permite reflexionar sobre la marcha: lo vertiginoso del movimiento estudiantil de 1968 y de la época de la guerra sucia mexicana no daba espacio para meditar sobre lo acontecido. Ahora deberíamos reflexionar sobre qué significa el legado de aquellos años del plomo y sangre; no creo que deberíamos estar discutiendo sobre los adjetivos “valientes”, como si dicho calificativo implicara que de alguna manera coincidimos con quienes decidieron usar la violencia como herramienta del cambio político.
Mi anhelo es que podamos en libertad sentarnos a hablar de aquellos años donde la ideología tomo el cauce de la guerrilla, desde la tranquilidad de que hablamos desde una “revolución tranquila” y pacífica, como la propone el actual gobierno. Creo que ese era el mismo anhelo del doctor Pedro Salmerón. Pero la furia, cierta torpeza al abrir el necesario debate y la incomprensión de las palabras usadas, provocaron que regresara el miedo a desenterrar esos fantasmas incómodos de nuestro pasado. Pero no pierdo ese anhelo.