La impunidad mata; va por las calles de México, entra a nuestras casas, elige a los más jóvenes, débiles, fuertes o brillantes; luego huye por los albañales sedienta de perpetrar otros desafueros.
Hemos construido una casa de sacrificios y ahora nos asombramos de que sus sacerdotes de la violencia oficien sus negros rituales a la vista de todos.
Hay quien se burla del presidente cuando pide cambiar de paradigma y ofrece abrazos, no balazos. Para quienes lo toman a guasa, yo preguntaría: ¿ha servido de algo la militarización de nuestra república? ¿No vale la pena intentar un camino distinto al de las armas? ¿O en su empecinamiento y desagrado ante los postulados del actual gobierno prefieren porfiar en el camino del enfrentamiento armado como el único camino? Cuidado, porque si algo nos enseña el siglo XX mexicano, la paz que se alcanza a través de las armas es la paz de la fosa clandestina, del disimulo y la mentira institucional. Aquella paz que los romanos sembraron en Cartago, luego de arrasarla: la paz de los sepulcros. ¿No podemos acaso los habitantes de México aspirar a otro tipo de pacificación?
Así es el país de la impunidad, de las mentiras legales y de la incertidumbre jurídica. No hay responsables, sólo víctimas. No hay Estado de Derecho; por lo tanto, no habrá paz en nuestros días.
Y el tzompantli, nuestro muro de las calaveras sigue creciendo robusto entre nosotros. Estos rituales de la sangre y del silencio, los excesos y monstruosidades jurídicas cuyas llagas están en los murales de Rafael Cauduro que nos confrontan cuando los vemos en los muros de la principal escalinata interior en el edificio que ocupa la Suprema Corte de Justicia de la Nación: los “Siete Crímenes Mayores” de Cauduro, todos ellos un “Clamor por la Justicia”. Crímenes ejecutados por el Estado pero en particular por el Poder Judicial. ¿Cuáles son esos crímenes que se perpetran desde la tenebrosa estructura jurídico-política del Estado mexicano? La tortura, la violación, la desaparición, los procesos viciados, el asesinato, la prisión y la represión. Nuestras siete tragedias tienen un solo rostro sanguinolento y responden a un solo nombre: Ayotzinapa.
Ya no basta con tener una jornada de duelo nacional por todos los desaparecidos, sean o no de Ayotzinapa; necesitamos justicia. Lo que requerimos es construir una república de leyes y no de caciques, de ciudadanos y no de súbditos. Para que la paz no sea aquella de los sepulcros, necesitamos forjar algo aburrido, gris y poco espectacular llamado Estado de Derecho. Ese es uno de los grandes desafíos que valientemente plantea la Cuarta Transformación; creo yo que acaso el más importante.
El gobierno y la sociedad deben atender el crimen colectivo de Ayotzinapa de inmediato. Actuar. Marchar, sí: pero actuar es más que indignarse. Es construir una casa común y derribar el muro de las calaveras, para luego habitar en ella, en nuestro hogar, en México: no en la barbarie de la piedra de sacrificios, en el cadalso o en la tumba anónima, sino en una casa llena de sol.
Un país donde los murales de Cauduro sólo sean una referencia oscura a un periodo bañado en sangre, una nota al pie de página en la historia de nuestra patria y no toda una serie de volúmenes en la gran enciclopedia mexicana de los horrores.
Necesitamos aceptar que la sentencia del Primer Tribunal Colegiado del Decimonoveno Circuito con sede en Reynosa es un glosario que documenta los excesos y barbaridades cometidas por la extinta Procuraduría General de la República. Pocas veces una sentencia, como la del amparo en revisión 203/2017 y acumulados se erige como una condena demoledora a todo el entramado de abuso, tortura, desidia e incompetencia de nuestras autoridades investigadoras de los delitos. Por supuesto que duele ver liberados a presuntos responsables; pero duele más, a mi parecer, ver cómo la vieja PGR y la Procuraduría de Justicia de Guerrero destruyeron con sus torpezas y francas ilegalidades la investigación de los cuarenta y tres muchachos de Ayotzinapa. Todas las transgresiones de los murales de Cauduro están abiertamente referidas o insinuadas en la sentencia que nos ocupa. Todas las llagas de Ayotzinapa: la estulticia del Ministerio Público Federal al negarse a llamar al juicio a los padres de los normalistas desaparecidos, alegando que es innecesario llamarlos, violando los derechos de las víctimas, en este caso de los padres de los muchachos ausentes -nunca olvidados-; vicios de procedimiento, mal manejo de pruebas, ninguneo constante a las conclusiones de los peritajes independientes que concluyen en la imposibilidad material de que hayan sido incinerados cuarenta y tres cuerpos humanos en el basurero de Cocula; confesiones arrancadas con torturas y que se contradicen con la mecánica forense de los hechos; pereza y tardanza inexcusable al iniciar las investigaciones de las desapariciones forzadas de los normalistas; diligencias y actuaciones opacas o no documentadas… ¿Vale la pena seguir? Podría, pero creo que con esto es suficiente para que nos demos cuenta que el Estado mexicano durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, movido por la consigna de cerrar el caso rápido y a como diera lugar; o bien de fabricar culpables para encubrir a otros delincuentes de mayor rango y conexiones políticas, enturbió la investigación del caso Ayotzinapa para crear un adefesio legal que no permite responder la primerísima y más importante pregunta: ¿Dónde están los muchachos normalistas, los cuarenta y tres que no han regresado a sus casas?
Ayotzinapa es una herida que supura y no solo nos agravia como sociedad, sino nos puede contaminar; es una infección en el cuerpo de México que puede matarnos o volvernos irreconocibles. Si logramos cerrarlas y drenar las inmundicias que en ella existen, podremos ser libres. Libres de la violencia, de nuestra herencia de desafueros y cadáveres insepultos, de la impunidad como estilo mexicano de gobernar.
Y sólo así, como dijo Salvador Allende, “se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.”