Veo las imágenes que el escritor mexicano y buen amigo Vicente Alfonso sube a sus redes sociales: cargas de policía contra manifestantes en la Vía Laietana, figuras humanas fuera de foco, con la rapidez borrosa de la violencia callejera. Leo la sentencia a los líderes independentistas catalanes, condenados por los delitos de sedición y malversación de fondos. La resolución judicial del “procés” establece penas de prisión que van de los nueve a los trece años; la comentocracia jurídica española afirma que “les salió barato” a los acusados, pues fueron absueltos de un delito de rebelión, más grave que aquellos por los cuales fueron sentenciados. Pero mientras veo a los manifestantes tratar de tomar el aeropuerto internacional de la llamada “ciudad condal”, siendo rechazados con rudeza por la policía catalana, los “mossos d´esquadra”, me pregunto si en verdad esta sentencia les está “saliendo barata” a la población de Cataluña y de España en general. Si realmente es una salida al problema secesionista o si es un callejón sin escape que les terminará por salir muy caro a todos por igual.
El catalanismo, como todo sentimiento nacional, linda con la poesía y no siempre con la razón. Hay en la idea de “patria” una pulsión emotiva, una querencia al terruño, a la vibración del alma ante ciertos paisajes y expresiones culturales; inevitable pensar en el genial poema de José Emilio Pacheco “Alta traición”, donde el poeta declara su amor “por diez lugares suyos”, pero se muestra desdeñoso ante “el fulgor inasible” de la idea patriótica. Y es que en la nación hay cierta impostura donde a ratos se refugian los peores sentimientos de la humanidad; pero como toda pasión incita al arrebato ciego, al deleite desordenado de un conjunto de símbolos tribales y por ende primigenios.
No hay una nación “española”. Ese es el primer desconcierto del recién llegado a Madrid, a Barcelona o a Sevilla. Hay viejos reinos, antiquísimas lealtades, intereses más o menos recientes, tensiones regionales y trepidaciones centrífugas. La idea de España se desdibuja saliendo de Castilla- La Mancha, pierde sustancia en Galicia y se desvanece en País Vasco. Hay en España una dificultad adicional: un pasado de silencios y complicidades, heridas que no han cerrado bien y siguen infectadas. Una de ellas la guerra civil que vivieron -y sufrieron- los españoles de 1936 a 1939.
El franquismo, esa sublevación de la España más hipócrita y encadenada, arrojó a la mayor parte de la vieja Iberia al calabozo de la Inquisición. España bajo la bota de Franco reprimió a sus regiones e incentivó un odio por las naciones que la integran: se prohibió hablar el catalán, por ejemplo, y se negó la posibilidad de registrar a los niños y niñas con nombres en dicho idioma -un fenómeno similar ocurrió en Euskadi-. Cuando muere Francisco Franco y llega, por un pacto cupular y ajeno a la democracia, el rey borbón Juan Carlos I, la constitución de 1978 consolida una roca con la cual se procuró ocultar el pasado de sangre y agravios que caracterizó al franquismo. A esa roca se le llamó “constitución”. El olvido, no el perdón ni la comprensión de lo ocurrido, suplantó a la verdad histórica. No hubo diálogo con el pasado, sino silencio. Y el silencio, como el sueño de la razón goyesco, produce monstruos.
Mucho me temo que vivimos días como los descritos por George Orwell en su ensayo-crónica “Homenaje a Cataluña”: mientras las fuerzas de la reacción conservadora se atrincheran en legalidades poco o nada pacíficas, los radicales de ambos bandos toman las calles y se enfrentan en ellas. Orwell, quien luchó con las brigadas internacionales contra el fascismo y vivió los últimos días de la Generalitat catalana antes de que ésta sucumbiera ante el franquismo, advirtió en su texto de la virulenta lucha intestina que se vivió en Barcelona en aquellas jornadas de mayo de 1937. La izquierda catalana luchó una pequeña guerra fratricida -anarquistas contra comunistas y socialistas- mientras las tropas afines a Franco derrotaban a las últimas formaciones republicanas en las cruentas batallas ocurridas en el frente de Aragón. Hay algo en los disturbios que se viven en estas horas en Barcelona que recuerdan aquellas refriegas relatadas por Orwell: una sensación que todo acuerdo político y solución pacífica son inalcanzables, porque la dinámica de la violencia todo lo devora.
Javier Cercas en su novela “El monarca de las sombras” reconoce el gravísimo error que la España de 2019 ha cometido: no enfrentar su pasado, no pedirse perdón y tratar de narrar una historia en común. Por ese silencio culpable, ese deseo de arrojar a la fosa común del olvido forzado los terrores del franquismo y los errores de la “transición a la democracia” -valiente transición aquella que termina por imponer una monarquía, diría yo- se alimenta la furia de las calles y la imposibilidad de dialogar. Por ese empeño de ser “exploradores perdidos en una selva de fantasmas”, diría Javier Cercas, Madrid y Barcelona se gritan, pero no se escuchan. Y no es cosa menor: también la Conquista merece que la visitemos con otros ojos: los ojos del perdón y la comprensión mutua. Construir esa narrativa histórica que no conozca de vencidos o conquistadores sino de seres humanos en pugna, cuya sangre corre por nosotros.
Y por eso veo las fotografías de Vicente Alfonso con pesar y preocupación; estas figuras fugaces, violentas… ¿Son el principio o el fin del sueño catalán?