Hay un ánimo revolucionario, a ratos violento, pero con mayor frecuencia pacífico, en el continente americano. En Chile el pueblo sale a protestar, iracundo, ante la falta de justicia distributiva en el país andino: su pretendida prosperidad económica queda en entredicho, ante la desigualdad social y el progresivo desmantelamiento del Estado -marca de agua del neoliberalismo más ramplón y rampante-; en Argentina llega al poder una opción de izquierda, luego del desastre financiero “gestionado” de mala manera por el gobierno del presidente Macri, quien vía las urnas acaba de recibir su notificación de desahucio de la Casa Rosada; en Bolivia malgré tout una mayoría clara dio el triunfo a Evo Morales -quien debe de ir pensando en la formación de cuadros de reemplazo y en un plan ambicioso, más ideológico que económico, para detener la escalada de la derecha en su país-; en Ecuador aún están calientes las barricadas que el tránsfuga Lenin Moreno no ha podido acallar del todo; Perú se debate entre el fujimorismo más pútrido y una refundación de las instituciones, muy golpeadas por el sainete constitucional protagonizado por la vicepresidenta Mercedes Aráoz y el presidente Martín Vizcarra: se avizora una elección dura, callejera, en enero de 2020, ante la disolución del congreso peruano -¿cooptado por Keiko Fujimori, quien opera tras bambalinas presidiarias?-; en Brasil el furibundo desgobierno de Jair Bolsonaro parece ir perdiendo apoyo y la sombra indómita de Lula da Silva ya ensombrece el corto verano de la ultraderecha brasileña; sombras y luces de la elección parlamentaria en Uruguay, con el Frente Amplio resistiendo firme el contraataque de los conservadores del Partido Nacional -que ondean como bandera los jirones de una aristocracia nostálgica de una hegemonía con arreboles fascistas que no volverá-, anticipando una segunda vuelta no apta para cardiacos.

Y en un triunfo muy bienvenido, la alcaldía de Bogotá en Colombia se la lleva la candidata de Polo Democrático y Alianza Verde, la muy brillante Claudia López, quien encabeza una opción de izquierda fresca y comprometida con los colectivos LGBTTI+. Pero lo extraordinario del triunfo electoral de Claudia López es que ella, doctora en ciencia política por la Universidad de Northwestern, no le ha temblado el pulso para denunciar, desde la academia y desde el mitin partidista, las inconfesables alianzas entre los grupos paramilitares, el narcotráfico y los políticos de la derecha tradicional colombiana, la llamada “parapolítica”; y esa enjundia no es menor, en un país como Colombia -no hay que perder de vista a la alcaldesa de Bogotá, quien puede convertirse en una gobernante de izquierda que transforme a Colombia en los próximo años-.

Y lo antes dicho sólo es un recuento a vuelo de pájaro sobre Sudamérica: en América Central los hondureños siguen presionando al gobierno de Juan Orlando Hernández, acusado de ser el títere de lo que en realidad es un “narcoestado” postrado ante los barones de la droga: es evidente que la terrible triada de corrupción, narcopolítica y crimen organizado gobierna en Tegucigalpa, lo cual ha movido a sectores de izquierda y derecha por igual, al grado de que la Conferencia Episcopal hondureña une fuerzas con los sectores progresistas en su denuncia de la corrupción obscena que permea todas las instituciones en Honduras. El único apoyo, endeble, que tiene el presidente hondureño es EUA; y ante la condena por tráfico de narcóticos que acaba de recibir su hermano, el tristemente célebre Juan Antonio “Tony” Hernández, en un tribunal estadounidense hace que ese único sostén se tambalee.

También en Haití hay rumores de ese fantasma de hartazgo popular: la república caribeña, cuna de la independencia latinoamericana, vive en la precariedad más absoluta: aun sin recuperarse del sismo de 2010 -fecha lejana pero muy presente para los haitianos- y del desastre humanitario que no parece tener fin, ahora las protestas callejeras minan la exigua popularidad de Jovenel Moïse, el presidente-empresario que ya no encuentra la salida al callejón de corrupción y desastre institucional en el que ha metido a su país. Mientras escribo esta nota, hay rumores de que Moïse ya ha presentado su renuncia, en una espiral de abusos de poder, tráfico de influencias, represión a manifestantes -que incluso ha dejado un saldo mortal- y desvío de recursos. Haití duele, por su incuria, pero además por la voracidad de su clase política, verdaderos buitres que no dejan de picotear al desventurado país insular.

Todos estos ejemplos acreditan, me parece de manera elocuente, el fin o al menos el principio del fin de ese infame episodio histórico llamado “neoliberalismo”. Corrupción, aparatos estatales destruidos o en vías de ser subastados al mejor postor, una economía sin rostro humano, la soberbia del gran capital segando vidas y patrimonios, un consumismo exacerbado.

Pero al menos en México parece que el temporal está amainando. Y en el resto del continente se asoma el sol.

No he mencionado en este viaje sedentario por nuestro continente a los Estados Unidos de América, principal promotor del neoliberalismo y su risible “fin de la historia”; la razón de mi omisión es evidente: ellos tienen a Trump. En su pecado llevan la penitencia.

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