La democracia no termina en las urnas: es un proceso vital que se fortalece, como si se tratara de un músculo, con el ejercicio cívico y particularmente con la educación en los valores ciudadanos. Todos los componentes de un sistema democrático deben educarse –y refrendar su educación con actualizaciones- en el quehacer democrático; así como un estudiante aprende un nuevo idioma a través de la inmersión en la sintaxis y en la gramática, gracias al uso continuo y perseverante, de igual manera una sociedad debe entrenarse todos los días en la forma de democracia que le es propia, hasta que sea un hábito indiscernible de su trajín diario.
Luego pues, si aceptamos el postulado inicial de que la democracia es una forma de vida, una expresión orgánica del cuerpo social, la parte castrense del organismo social, los militares, no pueden ser ajenos a ese proceso.
Hay quien pensaría que el ejército y la armada existen para salvaguardar la democracia, no para ejercerla de manera interna; pero sería un error verlo así, sobre todo cuando hablamos de las fuerzas armadas de una democracia o de un Estado de Derecho organizado democráticamente y bajo la forma de gobierno republicano. Cuando el estamento militar no comparte los valores democráticos del resto de su nación, se da la tentación de la dictadura de las armas, se crea una casta bélica que termina por servirse a si misma primero que servir al bien común; se tiene pues una estructura del Estado ajena a él que terminará por ser rechazada como un intruso. La idea grecolatina de que el soldado es asimismo un ciudadano sigue muy cercana a nosotros: de ahí la permanencia del servicio militar, como ritual de paso a la edad adulta y al derecho a votar y ser votado, viejo remanente del “curso civil” romano.
Pero no estamos ya en la era de los estados-nación del Peloponeso ni tampoco ante los siglos de las legiones que ostentaban el águila romana: los ejércitos modernos son pequeños grupos de profesionales de la guerra enfocados al subejercicio de sus técnicas bélicas: su éxito se mide no por sus victorias sino por la ausencia de batallas; en una época como la nuestra donde la idea de la conflagración armada cada día parece más obscena y torpe como manera de resolver conflictos entre naciones, la función real del soldado, en particular del cuerpo de oficiales, parecería ser cómo evitar una guerra, no cómo iniciarla. Cada vez queda más claro que en un mundo de armas atómicas y otros ingenios de destrucción masiva el verdadero desafío castrense es la paz: la idea de ejércitos pacifistas no es pues una paradoja absurda sino una necesidad de nuestro presente: esa es la cicatriz que nos han dejado las dos guerras mundiales, industrializadas y brutales, del siglo XX.
En tal tenor la idea de tener militares educados y preparados para proteger a la democracia ejerciendo la contención, la prudencia y el respeto a la ley y a los derechos humanos no debería ser vista como una loca aspiración sino como un requisito ético, autoimpuesto, por el Estado de Derecho democrático. De ahí que resulta aberrante educar a los soldados mexicanos en instituciones que no tengan esos valores democráticos inscritos en sus planes de estudios.
Escribo estas reflexiones luego de la desafortunada conferencia-plática-bravata que el general en retiro Carlos Gaytán Ochoa pronunciara en un desayuno, el 22 de octubre de este año, ante sus compañeros de profesión en activo o no y en instalaciones de la Secretaría de la Defensa Nacional. Coincido con el diagnóstico que hiciera el presidente López Obrador al calificarlas de “imprudentes”. El general Gaytán Ochoa olvidó, mientras soltaba su perorata, en que el debido respeto a la jerarquía de lo militar en una democracia no se limita al escalafón, sino respeto al marco legal que consigna que la política no se hace desde el cuartel sino desde los puestos de elección popular. Es en efecto una intervención desmesurada, pues la justa medida del ámbito castrense en una democracia es casi siempre el silencio; cuando el ejercicio de la libertad de expresión puede resultar en un rompimiento de la cadena de mando, de la sujeción de la espada a la investidura inquebrantable que sólo dan las urnas, a la legitimidad que emana de la república. Pero también fue, la del general Gaytán Ochoa, una declaración conservadora.
Conservadora como oposición a liberal o progresista. Es decir, regresiva. O para decirlo llanamente, de derechas. Y es que al general de marras le gana la pulsión o tendencia subterránea de aquellos gobiernos donde mandó tropas y tuvo responsabilidades no menores: su carrera conoció más reflectores durante el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, aquel presidente fetichista de la violencia que declaró una “guerra” contra todos y contra nadie, sin plan claro ni objetivos mesurables, sin medir las consecuencias de tal desatino. Ahí el general Gaytán Ochoa pudo participar en tal despropósito en su carácter de ex subsecretario de la SEDENA.
¿Recordaría el general, mientras daba rienda suelta a su libertad de expresión ,su paso por la infame Escuela de las Américas, el centro de estudio en contrainsurgencia y guerra asimétrica que los estadounidenses crearon, primero en Panamá, luego trasladado a Fort Benning? Ese bastión de la lucha anticomunista, universidad de golpistas y torturadores, cuestionada incluso por la misma Cámara de Representantes de EUA, cuna de muchas pesadillas latinoamericanas, dio “formación” a muchos cuadros del ejército mexicano. Una formación que se antoja deformación, o perversión. Porque no es concebible que los soldados de una democracia sean educados en un lugar famoso por sofocar democracias latinoamericanas.
¿Tendría presente el general Gaytán Ochoa, egresado de la Escuela de las Américas en la generación de 1981, las violaciones a los derechos humanos cometidas por sus compañeros de clase, los “buenos muchachos” que fueron sus colegas de pupitre? ¿Vendrían a su memoria las transgresiones sexuales cometidas contra tres indígenas tzeltales por soldados mexicanos, durante el alzamiento zapatista en Chiapas? Debería, porque las torturas y las violaciones que sufrieron Ana, Beatriz y Celia González Pérez ocurrieron cuando ellas fueron detenidas ilegalmente en un retén militar ubicado en el municipio de Altamirano, el 4 de junio de 1994. No lejos del lugar donde él tenía el mando de un destacamento, la fuerza de tarea “Arcoíris”, que estuvo realizando labores de contraguerrilla y logística en la zona de Monte Líbano, Chiapas. Podría haberlo recordado, ya que estaba hablando de lo que le causa agravio como soldado: hace pocos meses el Estado mexicano tuvo a bien pedir disculpas a las indígenas agraviadas, torturadas y humilladas por miembros de ese ejército que debió haberlas protegido en aquel triste día, hace 25 años. La secretaria de Gobernación y el subsecretario para los Derechos Humanos, Olga Sánchez Cordero y Alejandro Encinas, respectivamente, le podrían haber refrescado la memoria al general Gaytán Ochoa sobre lo ocurrido en los Altos de Chiapas; lo podrían haber ilustrado cabalmente en qué significa un verdadero agravio.
Creo que deberíamos seguir el ejemplo de otras democracias y educar a los miembros de nuestras fuerzas armadas en instituciones que no estén manchadas por violaciones recurrentes a los derechos humanos, que inculquen valores propios de un Estado de Derecho y que los enseñen a luchar primero por la paz y siempre para evitar el uso de las armas, teniéndolas como último, terrible, recurso. Que sean educados en nuestro país o en centros de posgrado de países que compartan nuestros valores democráticos. Es la Escuela de las Américas un lugar oprobioso que incluso ha despertado censuras en los Estados Unidos de América –se puede encontrar en la red la carta del legislador Joseph Kennedy II, donde en 1998 pide que se cierre dicha escuela porque su mapa curricular no corresponde a la de una institución de un país que se dice una república de leyes-. De hacerlo así, pienso que tendríamos mayor certeza de que nuestras fuerzas armadas comparten la voluntad de la mayoría, manifestada en las urnas, de que la paz y no la guerra es aquello que le es propio a la democracia. Y de esta manera todos dormiríamos más tranquilos.