El derecho de asilo y México.

Para el derecho internacional público, sobre todo en la rama de las normas diplomáticas, pocas instituciones son más sagradas que el derecho de asilo. Siendo una variante del santuario, se entiende que las modernas embajadas ostenten el viejo privilegio de los templos y recintos religiosos: su inviolabilidad; además del carácter de refugiados que adquieren quienes llegan solicitando la protección del asilo. Está previsto como un derecho humano y se encuentra consignado el artículo 14 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, en el artículo 27 de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, así como en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, numeral 22 fracción 7; de ahí la importancia de su existencia, pues no se trata de una mera cortesía o de un resabio de la antigüedad, sino de una garantía de la cual todo ser humano perseguido goza.

En la antigüedad clásica occidental el derecho de asilo se le relaciona con la historia mitológica del rey Licaón, cuya perversidad era tal que violaba sistemáticamente el santuario que debió ofrecer a los viajeros que se internaban en la comarca de Arcadia; Licaón les invitaba a tomar refugio bajo los muros de su casa y, cuando caía la noche, el rey de Arcadia y sus hijos asesinaban a mansalva a los huéspedes, so pretexto de ofrendarlos como sacrificio a los dioses olímpicos. Transgredir el sagrado deber de hospitalidad y desamparar a quien se refugiaba eran los pecados de Licaón y su estirpe; tanto agravio provocó que Zeus bajara a investigar las andanzas de Licaón, para lo cual el padre de los dioses se disfrazó de peregrino y pidió asilo para pernoctar entre la familia real arcadiana. Licaón, sospechando que el viajero en turno era en realidad un dios embozado, hizo preparativos para descubrirlo y no caer en la celada: cocinó a un esclavo –algunas versiones del mito dicen que en realidad mató a uno de sus propios hijos y sirvió su carne como cena a Zeus- para ver si el dios caía en cuenta del origen caníbal de la vianda y se rehusaba a comerla. Zeus, iracundo ante la perfidia del rey de Arcadia, convirtió a Licaón y a sus descendientes en hombres-lobo, y destruyó con una andanada de rayos el palacio del gobernante inhospitalario, para que los humanos recordaran el valor del asilo –y para que dejaran por la paz la costumbre de ofrendar a sus semejantes, se entiende.

México ha dado asilo a los perseguidos del siglo veinte y ha continuado con su tradición hospitalaria en el presente siglo: no podemos olvidar la llegada de los españoles republicanos y su impacto en la cultura de nuestro país –ahí está el Colegio de México, como ejemplo de este legado-; en la Segunda Guerra Mundial aquellos que huían del horror nazi pudieron encontrar puerto seguro en tierras aztecas, sin importar si eran judíos o gentiles, ateos o creyentes: México fue generoso en todo momento mientras las nubes de la destrucción masiva se enseñoreaban sobre Europa; de igual manera abrió sus puertas a los exiliados sudamericanos que huían de las dictaduras chilenas, argentinas o uruguayas, ya adentrados en la segunda mitad del siglo XX.

Los asilados en México no siempre han tenido el estatus de refugiados político, pero sin duda han gozado de santuario en nuestro país: los revolucionarios cubanos, quienes incluso lograron avituallarse para partir en el Granma rumbo a su cita con la historia, no recibieron legalmente tal carácter, pero sin duda gozaron de la hospitalidad –y la comprensión- del gobierno mexicano; Rigoberta Menchú también halló en nuestro suelo un terreno fértil para seguir luchando, pacíficamente, por la justicia en Guatemala. Miles de centroamericanos llegaron –siguen llegando- a territorio nacional ya sea como refugiados económicos, políticos o tratando de sobrevivir de los estragos que causa el cambio climático en América Central.

Ya lo dijo el presidente López Obrador cuando, el 13 de junio de este año, recordó el 80 aniversario del exilio español: “En muchos casos son exiliados por necesidad, por hambre o para salvar sus vidas. Todos merecen nuestro respeto.” No es fácil tener esta entereza moral para con los migrantes, quienes en cierta forma, no necesariamente jurídica, también buscan santuario en nuestro país. Hay una xenofobia rabiosa en muchos países del mundo, que culpan a la migración como la madre de todos los males que aquejan a sus sociedades. Siempre se ve al otro, al extranjero, con recelo; ahora se le ve como fuente de discordia social.

Es claro que el asilo no siempre es para todo migrante y que muchos sólo vienen de paso por nuestra patria, encandilados por el brillo fatuo del sueño americano. Pero sin duda la tradición de asilo mexicana goza de buena salud: ahí está el caso del desventurado Evo Morales, defenestrado de manera ilegal por las fuerzas armadas de Bolivia y perseguido por turbas que buscan destruir su legado, en un viraje a lo más oscuro del golpismo de América del Sur. Por eso yo celebro que abramos de par en par las puertas mexicanas para que el presidente Morales y sus seguidores, si así éstos lo quieren, puedan llegar a México sin mayores sobresaltos y encuentren aquí la paz que en su patria les está siendo arrebatada por unos facinerosos que han violado el Estado de Derecho del país andino, so pretexto de un regreso a lo más rancio de la herencia oligárquica latinoamericana: el nefando ayuntamiento entre interés económico, cuartelazo militar y racismo mal disimulado detrás de la hipócrita careta del fundamentalismo católico/cristiano y del secesionismo.

Muchos ambicionan descarrilar el noble sueño bolivariano de hermandad y prosperidad que, hasta hace poco, brillaba en Bolivia; otros tantos anhelan el control de los recursos naturales bolivianos: por ahí sobrevuela el animal carroñero de Jair Bolsonaro y la aristocracia brasileña. Pero ante esos desvaríos se yergue México, bahía pacífica en la cual los perseguidos serán bienvenidos.

Pero no seamos ingenuos: entre nosotros hay emboscados, hijos de Licaón que pretenden violentar la institución del asilo mexicano. Ya se levantan sus destempladas voces para reclamar el santuario brindado a Evo Morales. Pero –y con perdón de los auténticos lobos, que no tienen la culpa de ser tomados como ejemplos de crueldad— estos Licaónes mexicanos se quedarán aullando en despoblado. México no se arruga ante sus aullidos.

Bienvenido, don Evo Morales. Como decimos por acá: esta es su casa. Y será siempre la casa del perseguido, sin importar credo, raza o filiación ideológica. México sólo rechaza a los intolerantes, a la estirpe de Licaón; éstos, por decirlo en términos republicanos y españoles, no pasarán.

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