Es una buena noticia para los mercados, para la economía y el libre comercio: por fin tenemos el acuerdo que permitirá que el nuevo tratado de libre comercio para la zona de Norteamérica, el T-MEC, sea votado y ratificado por los órganos legislativos de México, Estados Unidos y Canadá.
Es una buena noticia porque elimina la incertidumbre que, acaso, venía lastrando las posibles inversiones extranjeras en la zona y en particular en nuestro país. Considero que es una pieza clave para impulsar a la economía mexicana, muy dependiente del bloque de América del Norte y de una planta productiva centrada en la manufactura de exportación –particularmente en el sector automotriz-.
Es una muy buena noticia porque el T-MEC busca reforzar y ampliar otras áreas de la economía norteamericana, es decir canadiense, estadounidense y mexicana, que no habían sido contempladas en el viejo TLCAN: las biotecnologías, con sus riesgos o posibles ventajas; la homologación de legislaciones laborales, porque no hay crecimiento real si los dividendos de la actividad económica se quedan en una minoría, condenando a los trabajadores –sobre todo a los mexicanos- a malvivir con salarios bajos, con la falsa consigna de que mantener eso y el corporativismo sindicalista charro “ayuda a ser competitivos”; y un sector terciario, dedicado a los servicios, a la creación de nuevas aplicaciones tecnológicas y de entretenimiento –videojuegos, programación, minería de datos, inteligencia artificial- que eran propuestas futuristas, de ciencia ficción, en 1994, cuando se aprobó el antiguo TLCAN: ahora son realidades de negocios tangibles y rentables.
Es en verdad encomiable que se haya evitado someter la soberanía mexicana aceptando inspectores laborales estadounidenses, medida desesperada de los sindicatos de EUA y de algunos legisladores que pretendían descarrilar la negociación -¿o quizá pensaban endosarle el fracaso de la misma al gobierno de Trump?- y que con habilidad la delegación de negociadores mexicanos lograron cambiar por el mecanismo del panel trinacional de expertos, una fórmula ya usada en el TLCAN.
También es de celebrar que se haya negociado un “periodo de gracia” para las reglas de origen en dos metales estratégicos para la industria manufacturera mexicana: el acero y el aluminio. La obligación de usar metales “fundidos y forjados” en la zona de libre comercio Norteamericana no entrará en vigor sino hasta dentro de cinco años, lo cual da tiempo a la planta productiva mexicana para buscar adaptar su esquema de costos. Es posible imaginar una política pública estatal que otorgue prioridad a la fabricación de acero mexicano, para cumplir con los requerimientos del T-MEC y dejar de importar acero de otros mercados –o incluso de nuestros socios comerciales de América del Norte- Esto no es imposible y antes de los sexenios aciagos neoliberales había una industria paraestatal extractiva de mineral de hierro y de fundición de acero, aunado a la existencia de una participación del capital privado mexicano en dichas labores, que se hundió ante la acelerada apertura comercial; o se malbarató a empresarios nacionales que luego fueron absorbidos por grandes consorcios extranjeros. En este rubro sorprende –y no: ya sabemos cómo se las gastaban los gobiernos neoliberales para desmantelar industrias estratégicas del estado mexicano- que no hayamos entendido cómo India y China, -y en cierta forma también en Corea del Sur y Japón- han mantenido tutelada y protegida su industria acerera, y de qué manera dejamos en México que se vendiera SICARTSA al consorcio indio ArcelorMittal, por ejemplo. Ahora que el T-MEC nos da un plazo de cinco años para optar y preferir el acero norteamericano, debemos correr para recrear de manera eficiente y sin corrupción el conglomerado mexicano de acero que alguna vez fuera el orgullo de nuestra expansión industrial. Otro gallo distinto es el aluminio, porque México carece de la riqueza mineral del gran productor mundial de este metal, Rusia. Pero tenemos cinco años para planear una estrategia de estado y es un tiempo justo para lograrlo si lo empezamos a hacer de inmediato.
Lo que me lleva a comentar algo del T-MEC que no está a la vista: es tiempo que el tratado de libre comercio sea aplicado y llevado a sus últimas consecuencias con una visión propia de lo que promete la Cuarta Transformación: primero los pobres. No deben ya existir megaproyectos de infraestructura que no consulten previamente a los pueblos indígenas y a las comunidades de base. No debe existir un crecimiento económico que no reparta generoso sus dones entre los más necesitados de nuestro país. Una élite educada a veces en el extranjero, urbana y cosmopolita fue la más beneficiada –a ratos parece que la única- del TLCAN, que toca a su fin. Ahora el T-MEC nos debe impulsar a replantear qué entendemos por crecimiento, por comercio justo, por un medioambiente sano. Abandonar las prácticas corporativas de una simulación sindicalista es otro de los grandes logros de este nuevo tratado: ¿por qué no plantearnos que sea asimismo el inicio de un ciclo comercial incluyente y respetuoso de los más desfavorecidos por el afán mercantilista del consumo desaforado? Yo imagino un comercio más equilibrado con las demandas de los colectivos que nunca son escuchados en las grandes mesas de los negocios –los indígenas, las minorías urbanas, los migrantes y desplazados económicos-, un comercio menos depredador, un impulso al ecoturismo, a la producción cooperativa y a opciones de manufactura de bienes y servicios más a tono con un mundo que se debate ante el precipicio del cambio climático y una carrera al vacío de la autodestrucción por acumulación de riqueza sin ton ni son.
Eso sería el mejor tratado del mundo: un trato justo para quienes no han sido beneficiados con los tratados. Un tratado con los que no han conocido justicia en los tratados.