Imaginar que un tratado internacional entre países soberanos puede ser un contrato de adhesión con un agiotista o un changarro podría ser risible; pero viniendo de tantos “líderes de opinión” o “analistas” debería movernos a la reflexión.

No se puede “esconder” en letra menuda o tipografía microscópica ninguna cláusula “secreta”, tratándose de acuerdos trilaterales de comercio, como el flamante T-MEC lo podría acreditar; pero vayamos a la historia y veamos si el TLCAN –o los tratados que México tiene con otros países y entidades supranacionales, como el de libre comercio con la Unión Europea- tiene “letras chiquitas” y encontraremos la respuesta. Eso no existe en materia internacional. Las convenciones entre entes de derecho público internacional están a la vista de cuerpos legislativos y de los electores de cada país, así como de los sectores fácticos de poder, como el empresarial. Pretender que se puede introducir subrepticiamente una estipulación “secreta” nos remite al imaginario de las novelas de espionaje.

Hay malas negociaciones, eso sí. El primer tratado de libre comercio entre Canadá y Estados Unidos de América fue, a decir de los canadienses, malo para el país de la hoja de maple. En 1987 entró en vigor el CUSFTA, el Canada-United States Free Trade Agreement y en los pocos años que estuvo funcionando la economía canadiense resintió el efecto de la precarización laboral y no lograron obtener una importante concesión de parte de Estados Unidos: que las empresas canadienses de infraestructura recibieran el estatus de “nacionales” cuando se tratara de asignar obra pública por parte del gobierno estadounidense. También las manufacturas canadienses quedaron afectadas por una subida de precios, de tal suerte que los bienes y productos fabricados en Canadá eran más caros que los estadounidenses; por el contrario la paridad cambiaria hizo que todo lo producido en EUA fuera más barato de adquirir en la tierra del castor y el alce.

Los canadienses negociaron mal su primer tratado de libre comercio con EUA porque no consideraron algo obvio: las asimetrías entre las economías. Estados Unidos tenía una planta productiva más poderosa y simplemente podía bajar costos y hacer economías de escala que la industria canadiense no podía enfrentar. Canadá por eso aceptó a México en el TLCAN con los brazos abiertos: tenía manera de renegociar un mal acuerdo al subirse al tren del NAFTA- TLCAN, pero además podía echar a andar la idea de los paneles de controversias que estaban en el CUSFTA, pero que EUA no quería implementar aduciendo mil y un pretextos. Era más sencillo lidiar con la asimetría entre economías en un pacto trilateral que bilateral; además la planta productiva mexicana podía –como lo demostró con creces en estos 25 años- ser tan competitiva y de alta calidad como la estadounidense, evitando así que EUA avasallara con su mano de obra a sus socios comerciales.

Pero Canadá en su primer acuerdo comercial con EUA no fue víctima de la “letra chiquita”: fue víctima de una mala negociación y de partir de una premisa errónea –que el libre comercio en si mismo es una panacea a todo mal- ; cuando en realidad, visto desde la óptica deshumanizadora del neoliberalismo, puede provocar más males que bienestar: Ontario, una pujante provincia del Canadá anglófono, sufrió en los años 1988-1993 un desmantelamiento de su industria productiva y un aumento del desempleo, provocado en buena medida por el CUSFTA.

Canadá tuvo otra oportunidad para negociar temas claves, como protección especial a su industria maderera, temas ambientales y de contaminación transfronteriza e introducir ciertas salvaguardas a sectores claves de su industria pesada, claramente el acero y el aluminio. En el NAFTA-TLCAN pudo introducir algunos, no todos, de sus intereses. Pero sin duda el tratado de 1994, con la inclusión de México y la creación de una zona de libre mercado norteamericana, fue un mejor trato para Canadá que su acuerdo bilateral con EUA.

Muchos de estos temas pendientes siguieron en la agenda canadiense: ahora con el T-MEC vemos que el tratado entre los tres países tiene una parte laboral robusta, más estipulaciones ecológicas y que se introduce el tema de protecciones al acero y al aluminio, para darle preferencia a los metales “forjados y fundidos” en Norteamérica –con un plazo de gracia muy generoso, negociado por el equipo mexicano en las últimas horas del estira y afloja trinacional- ; esto significa que Canadá tardó 31 años en introducir los temas que ya le preocupaban desde su primer tratado de libre comercio binacional.

¿Quiere decir que a Canadá la “chamaquearon” tres décadas? No. Quiere decir que los tratados internacionales son duros de negociar. No hay letras microscópicas ni letras gigantes. Hay equipos de negociadores muy preparados que deben considerar cada palabra, cada coma y expresión, sopesarla y luego discutirla con sus contrapartes; regresar a casa para recibir instrucciones o vistos buenos de sus autoridades políticas- financieras; volver a la mesa de negociaciones y así hasta tener un texto que quizá no es lo ideal, pero sí lo mejor que se puede obtener en una dinámica ruda, no apta para cardiacos, sin pasión pero sin compasión. Así se negocian los acuerdos internacionales de comercio.

Todo esto lo comento porque leo, con preocupación, a Julio Astillero en un texto que publica en La Jornada, cuyo título es “Seade: juegos de palabras”, un juicio al respecto de la polémica nacida a raíz de los “agregados laborales”. Dice Julio: “La carta de Lighthizer es eso: una carta. La interpretación de un funcionario pasajero respecto a leyes y tratados que va más allá de las letras del encargado de las negociaciones”. Me preocupa porque Julio Astillero, de suyo preciso en otros textos, en éste parece olvidar que estas “cartas” en comercio internacional son fuentes de derecho. La “lex mercatoria” –el derecho mercantil aplicado al comercio entre naciones- admite este tipo de documentos como fuentes de interpretación. La ley entre comerciantes admite usos, costumbres y sí, “interpretaciones de funcionarios” para normar sus criterios. Jesús Seade de manera astuta obtiene una respuesta por escrito. Eso en la jerga jurídica es preconstituir pruebas y abre un elemento de interpretación a nuestro favor. En un futuro, si tenemos que negar – a nivel diplomático- la autorización a un “agregado laboral” para que sea miembro de la legación estadounidense, ese tipo de “cartas” sirven para motivar una futura negativa sin violentar el marco jurídico del quehacer diplomático. Si esto llega a un panel, podemos presentar como prueba la carta de Robert Lighthizer y además, bajo el principio de buena fe, demostrar que tiene efectos de precedente de interpretación pues es una opinión interpretativa de uno de los países del tratado dada antes de la controversia.

Hablemos un poco de quién es Robert Lighthizer. No es, como lo presenta Julio Astillero, “un funcionario pasajero”. Lighthizer es el mandatario de Estados Unidos de América en materia comercial internacional. No es un enviado personal del presidente Trump, sino para efectos de negociación de tratados representa asimismo al Senado estadounidense. No estoy aquí haciendo un “juego de palabras”, atendamos a las normas jurídicas: Robert Lighthizer es propuesto por el presidente Trump, votado y ratificado por el Senado de EUA para ser el U.S Trade Representative, titular de un área llamada “Office of the Special Trade Representative”. Es al mismo tiempo embajador y funcionario del gabinete ampliado del presidente estadounidense, pero sobre todo es un puesto sometido a la decisión del Senado.

En México no tenemos esta figura, por lo que acaso cuesta trabajo entenderla. Vamos a ponerlo en perspectiva: el presidente López Obrador puede nombrar o remover al subsecretario Seade de manera discrecional y sin dar cuenta a ningún otro poder de la Unión. Trump tiene que explicar al Senado de su país por qué estaría despidiendo –como lo hacía en su reality show- a Lighthizer y tendría que pedir permiso para nombrar a otro. Su oficina será consultada por los legisladores para hacer las leyes de adaptación y puesta en vigor del T-MEC (o USMCA, para los vecinos del norte). Por eso la redacción de la carta que comenta Julio Astillero es tan cuidadosa y utiliza el término “labor attachés”, que en inglés tiene un sentido cien por ciento diplomático; para no dejar duda que los “agregados laborales” estarán confinados a la jurisdicción de la embajada de EUA en México y no realizando inspecciones in situ. Las verificaciones sobre terreno se darán si y solo si el panel trilateral previsto en el T-MEC es convocado y así lo decide éste.

No hay letra pequeña, escuálida o escurridiza en el T-MEC. Tampoco seamos ingenuos y esperemos que los estadounidenses y/o los canadienses dejen de aprovechar cualquier rendija para interpretar la letra del tratado a su favor. De ahí que la carta obtenida por la iniciativa de Jesús Seade sea tan importante –jurídicamente hablando- y de ahí que la reacción de la diplomacia del Canciller Marcelo Ebrard, así como el activismo de la subsecretaria a cargo de Jesús Seade Kuri, sea relevante: no podemos dejar pasar ni una sola intentona trumpista (o pelosiana, por Nancy Pelosi, pues los demócratas tienen mucho peso en esto) de interpretar a su beneficio lo ya firmado. Pero tampoco digamos que hubo impericia de parte del equipo mexicano. Sería un despropósito. Leamos con calma el tratado comercial. Y entendamos lo que estamos leyendo. Veremos que no hay más letra pequeña que aquella nacida de la ignorancia de quien lee, de manera apresurada o con una agenda poco clara en mente.

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