Tengo la fortuna de ser profesor. De entre las actividades que hago en esto que llamamos vida, una de ellas es pararme frente a algunos grupos de un par de universidades y pretender que lo que les digo vale la pena. Tengo que leer mucho, estar informado, estudiar mucho más que mis alumnos para tener el valor de estar frente a grupo y atajar la mayoría de las dudas que se vienen encima.
Pero las clases en línea me están volviendo loco, y me es doloroso leer en algunos medios de comunicación, o peor, escuchar que algunos de mis colegas han aceptado, que esta será la realidad del futuro y que, pandemia o no, mejor debemos acostumbrarnos.
Un par de mis grupos toman clase muy temprano, y debo soportar el que algunos alumnos, incapaces de interiorizar que están en una “aula virtual”, enciendan su cámara aún en pijama, o envueltos en cobijas con patitas de perro o estampados por el estilo; no falta también el que no prende la cámara pero le hablas y no responde, o los que dejan el micrófono abierto para que todos se den cuenta de que lo que menos les importa es la clase.
Si eso es el futuro, es un asco. La experiencia de impartir o tomar clases no puede abaratarse a un montón de gente medio hablando, medio escuchándose, medio sintiéndose a través de la computadora.
Precisamente ese es el discurso sobre la liquidez de la sociedad del sociólogo polaco Zygmunt Bauman: a medida que avanzan las nuevas tecnologías, las relaciones humanas se vuelven más banales, menos firmes, más pasajeras, menos profundas.
Hace algunos años, el profesor uruguayo Leonardo Haberkorn publicó una carta que hizo reflexionar a muchas personas sobre el uso de los celulares en el aula. “Me cansé de estar hablando de asuntos que a mí me apasionan ante muchachos que no pueden despegar la vista de un teléfono, que no cesa de recibir selfies”, escribía el docente el día en que anunció su retiro.
Asimismo, proseguía: “Conectar a gente tan desinformada con el periodismo es complicado. Es como enseñar botánica a alguien que viene de un planeta donde no existen los vegetales”, ante la enorme desinformación que le demostraban sus alumnos frente a preguntas básicas de política. Lo mismo me pasa a veces cuando pregunto quién ya leyó “Las batallas en el desierto”, y en muchos casos ni uno dice: “yo”… Ya no hablemos de “Cien años de soledad”.
Si ya era difícil luchar con la simbiosis entre los alumnos y su teléfono, aún estando en el aula, ahora resulta más difícil al tenerlos lejos, cada quién en su espacio haciendo lo que quiere. De pronto en la pantalla dos se empiezan a reír al mismo tiempo, bajan la mirada y claramente se nota que se están comunicando entre ellos a través de sus teléfonos… ¿Qué creen que no nos damos cuenta?
Pero, ¿qué puede uno hacer?, ¿decirles que paren, reprenderlos? Muchas veces la respuesta que obtienes es que apagan la cámara para seguir ignorándote, pero ahora desde el anonimato, y si de pronto el profesor se aferra y pide todas las cámaras abiertas, pues viene la culpabilidad de que es una petición clasista porque no todos tienen internet de calidad, no todos tienen cámara, no todos tienen un espacio privado para tomar sus clases… Quedas entre la espada y la pared.
Así como una relación de amor a distancia suena terriblemente aburrida, carente de pasión, así resulta esto de conectarse a través de una computadora a tratar que un montón de gente comprenda algo. Entonces también el ánimo del profesor decae: ¿vale la pena?, es la pregunta, y a veces alguna alumna, algún alumno dicen un comentario por lo que uno se levanta al día siguiente, prende la cámara y comienza su perorata a riesgo de ser olímpicamente ignorado.
De acuerdo con la Secretaría de Educación, Ciencia, Tecnología e Innovación (SECTEI) del gobierno de la Ciudad de México, la inversión pública anual por estudiante en el nivel superior es de 80 mil pesos, pero a la par 245 mil jóvenes han desertado por diversas razones, según la cifra de la Secretaría de Educación Pública (SEP), refirió Jorge Toro González, secretario académico del Instituto Politécnico Nacional (IPN), según una nota publicada esta semana en El Economista, firmada por Nelly Toche. Ya que a veces nos preocupa más el dinero que la humanidad, se comparte este dato porque el costo es demasiado caro para mirar que a las nuevas generaciones no les viene bien el estudiar a distancia.