El subsecretario general adjunto de la ONU y director regional de América Latina y el Caribe, Luis Felipe López-Calva, analiza en este artículo* cómo la participación electoral está cambiando durante la pandemia de COVID-19.
Si durante el último año has escuchado repetidamente la frase “Estás en mute” durante reuniones virtuales – ya sean de trabajo o sociales – probablemente estás dentro del grupo de personas para quienes la digitalización permite expandir sus opciones de vida. ¿Cuántos personas de América Latina y el Caribe no tienen la misma fortuna?
A pesar de los importantes avances en la cobertura de banda ancha en la región, y el gran porcentaje de personas que poseen teléfono móvil, la mayoría de la población se encuentra lejos de tener las herramientas, conocimientos y oportunidades para hacer uso de la digitalización como motor para mejorar sus condiciones de vida. Es así como la digitalización en la región toma forma de una pirámide invertida que en cada escalón va dejando a millones de personas en América Latina y el Caribe atrás.
Al momento en que el Covid-19 se arraigó en el mundo, el acceso a tecnologías digitales se convirtió, de forma repentina, en uno de los determinantes más importantes del bienestar de las personas. El acceso a internet en los hogares es la principal herramienta con la que las personas han hecho frente a la pandemia, ya que les ha permitido continuar con algunas de sus actividades cotidianas, entre ellas trabajar, estudiar y socializar aun estando en aislamiento.
Sin embargo, la desigualdad digital persiste en América Latina y el Caribe, tanto en el interior de los países como entre ellos. En la región, el acceso a tecnologías básicas ha ganado terreno. Prácticamente la totalidad de las zonas urbanas en América Latina y el Caribe tiene cobertura de banda ancha móvil, y poco más de un 84% de la población tiene ya un teléfono móvil.
El problema es que, si solo tomamos en cuenta estos dos elementos, la posibilidad de continuar con estudios o actividades laborales de manera remota no es del todo factible. Por lo general, un teléfono móvil solo tiene acceso a internet si paga por un servicio de banda ancha móvil y tenerla con acceso amplio cuesta una cantidad importante de dinero. De hecho, la contracción económica ha obligado a muchas personas a suspender su suscripción de telefonía celular.
En países en desarrollo, las suscripciones a teléfonos celulares cayó por primera vez en la historia de 103 por 100 habitantes en 2019, a 99 por 100 habitantes en 2020 (ITU 2020). Sin embargo, a pesar de que el 84% tiene un teléfono móvil, tan sólo el 69% de las personas reporta hacer uso de internet. A partir de este punto el acceso a tecnologías digitales comienza a ser profundamente desigual.
Siguiendo con la posibilidad de realizar tareas remotas, el principal determinante es que tu hogar cuente con acceso a un servicio de banda ancha fija, aquí la heterogeneidad se vuelve cada vez más relevante.
Una gran desigualdad
En países como Chile y Costa Rica se reporta que más del 85% de los hogares tiene internet, pero en países como Bolivia y Guatemala este porcentaje no llega al 25%. Una vez con acceso a la red en casa, la posibilidad de realizar trabajo o estudios de manera remota requiere en su gran mayoría de una computadora. Ahí, el porcentaje de hogares que cuentan con una es todavía menor. La desigualdad entre países va de 65% y 68% en Argentina y Uruguay, a 17% en países como Honduras, El Salvador y 11% en Haití.
Tomando en cuenta el acceso a internet en el hogar y que éste tenga al menos una computadora podemos ver que la marginación digital —laboral y educativa— en tiempos de confinamiento alcanza a cerca del 60% de la población de América Latina.
En el interior de los países, las desigualdades están muy marcadas por la dimensión urbano/rural. Por ejemplo, la adopción de internet muestra niveles muy superiores en áreas urbanas como lo muestra el caso de Brasil donde, al año 2017, el nivel de adopción era de 65% en áreas urbanas y de solo 33,6% en áreas rurales; o el caso de Ecuador que, al año 2017, el nivel de adopción era de 46% en áreas urbanas y de solo 16.6% en áreas rurales (CAF, 2020).