José Leonardo Araujo Araque. joselaraujoa@yahoo.com
El premio nobel de la literatura, el peruano Vargas Llosa, reveló los detalles de un abuso sexual y de poder, perpetrado hace 73 años por un hermano lasallista. La raquítica institución eclesiástica nuevamente es señalada por otro abuso sexual, ante lo cual he decidido escribir esta columna, con la legitimidad y cualidad que me da haber vivido esta desagradable experiencia por un cura paulino hace 2 décadas y que hoy se halla en Ciudad de México.
Si en algo comulgo con Vargas Llosa es en el alejamiento de la iglesia. No vacilo en admitir que persignarme se convirtió para mí en algo intolerable. Menos aún, participar en ritos presididos por clérigos de la iglesia católica o frecuentar los sacramentos. He decidido sustituir esta escala de creencias por valores que engranen con bienestar colectivo, y si para entrar al cielo, esto me es reprochado, pues cuando menos espero tener el derecho a réplicas. Debo confesar que haber dado ese paso me produjo un efecto liberador. Ahora mismo me asaltan en el imaginario aquel tipo que abusaba de mí, quien en la madrugada se levantaba a rezar los 15 misterios del rosario, a lanzarse rostro en tierra frente al sagrario y con su estolón puesto sobre la pijama, auspiciar la transubstanciación de las especies, imponiendo – supuestamente- el histórico milagro de la presencia del cuerpo y la sangre de cristo.
El hermano Leoncio, victimario del peruano Vargas Llosa, supongo que ayunaba y durante las cuaresma o el adviento ofrecía sacrificios y cumplía con aquellas disposiciones para los religiosos de aquella época, con toda la austeridad que existió antes del concilio vaticano II. Sin embargo, en su celda tenía revistas pornográficas para seducir e irrumpir el libre autoconocimiento de la sexualidad que tienen los individuos, con lo cual infringía el sexto mandamiento del decálogo. ¡Ojalá que los gusanos no se hayan envenenado con el cadáver de Leoncio! Así me expreso de él, aunque a muchos oídos desentonen.
Por supuesto que ante la revelación “tardía” de este evento por parte del prominente literato, estimula sobre el colectivo la pregunta de las mil lochas; como decimos en Venezuela, ¿por qué después de tanto tiempo? Un elemento con el poder y renombre que tiene esta víctima y, ¿por qué no denunció antes? Desde mi experiencia sostengo que los tiempos psíquicos y cronológicos no operan igual. El individuo queda obnubilado e inerte ante ello, como mecanismo de defensa borra aquella imagen de su mente, hasta que decide verbalizarlo. Esto sucede luego; 20, 40 y hasta 73 años como el caso in comento. De lo que sí estoy seguro es
que cuanto más tiempo, mayor seguridad hay de la comisión del hecho reprochable y afirmo, en los casos de abusos sexuales hay una certeza del 99% de verosimilitud, indiferentemente de los tiempo que medien.
En estos contornos subjetivo no valen posiciones de poder, dinero o renombre. El individuo es una víctima que no escapa de la realidad que pasamos quienes hemos sido abusados, nosotros secundamos un grito de dolor permanente, no solo para uno, sino para los familiares y amigos cercanos. Este grito hace eco en todos los aspectos de la vida; familiar, emocional, amoroso, educativo, religioso y tantos otros elementos existenciales que se ven empañados por estos actos atroces.
Tiene la iglesia la obligación de investigar esta denuncia y por favor; eviten darle un tratamiento tenue a este caso; anteponiendo palabras aromatizadas, verbos y términos rebuscados, y protegiendo en todo momento el nombre de la “Santa Madre Iglesia”; que lejos de coadyuvar a menguar el dolor de las víctimas; por el contrario, se ven re-victimizadas a través de procesos tortuosos, dilatados por formalidades innecesarias y; que en todo momento se extralimita la presunción de inocencia del inculpado, a despecho del sentir de la víctima; avivando las herida que tantas lagrimas han costado.
Los invitos a quienes encabecen esta investigación a alejarse de todas estas malas prácticas, enunciadas antes y por el contrario, lleven adelante una investigación seria, justa, independiente y, sopesando en cada momento los hechos en su justa dimensión. En mi caso hubo una investigación adelantada por un cura jesuita, quien de plano no sabía ni la clasificación de las palabras según su acentuación, -para referirme a lo menos- dictando una “providencia” desaseada, y hoy ostenta el cargo de vicerrector administrativo de una universidad y rector de un colegio regentado por jesuitas.
Asumo y declaro como deplorable este hecho, demandando de la iglesia una investigación limpia, que provea la justicia necesaria para Mario Vargas Llosa y para todas las víctimas que dejó este religioso e idolatra de la pornografía a lo largo de sus años.
Para concluir este opúsculo asevero: hoy el arsenal de denuncias empieza a causar prurito en la institución eclesiástica, desafortunadamente esta no termina de moldear sus procedimientos a las necesidades de sus víctimas, y al justo castigo de sus victimarios. Los abusos sexuales llevan a sus víctimas a trepidar el suelo lleno de asperezas y mugre, donde el bálsamo que encuentran es la repetición injusta de su abuso sexual, el silencio despiadado
de las instituciones y la incredulidad, so pena de lo delicado del asunto. Por otra parte, rescato la idea de Jorge Mario Bergoglio; nada de lo que se haga será suficiente para la víctima. No transigimos ante esa proposición, pero aupamos cambios verdaderamente perceptivos que pongan por encima de la institucionalidad del silencio o peor aún, del encubrimiento; el proceso de acogida y escucha, de encuentro y reparación, de una justicia integral, equiparada de elementos formales e inmanentes. Mario Vargas Llosa merece esto y más ante el injusto abuso del que sufrió por el hermano Leoncio.