Se ha comentado por parte de diversos observadores de la política nacional que, la oposición política al presidente Andrés Manuel López Obrador es prácticamente inexistente. Quizás sería más preciso afirmar que la misma se encuentra en un extravío que carece de un discurso congruente; han sido más las señales de reacción que planteamientos que permitan articular una alternativa. La victoria contundente del actual presidente de México en las elecciones presidenciales del 2018 se convirtió no sólo en una profunda demanda de cambio en el sistema político; sino que también significó el hundimiento de los partidos tradicionales que habían estado al frente de la conducción de los distintos espacios del poder público en el país. En este sentido, se produjo una sacudida en el sistema político que no sólo abría las puertas al poder de una fuerza de reciente creación, sino también una señal de que la renovación debía de incluir a quienes perdieron.
En este sentido, la crisis de los partidos de oposición se originó tiempo atrás y las señales fueron evidentes desde que buscaron competir en el proceso electoral del 2018 partiendo de una lógica errática. Mientras que el PRI apostó a una estructura que había manifestado un serio desgaste en procesos electorales locales previos, la coalición que postuló al candidato del “Frente” Ricardo Anaya, fincó su estrategia en la lógica de que la población mexicana respondería a los mismos estímulos que en el 2006. Sin embargo, el país había cambiado, y el discurso del miedo no encontró mayor eco en el electorado mexicano.
La derrota terminó por sellar la división del partido clásico de la derecha mexicana, que culminó con la salida del expresidente Felipe Calderón, quien se quejó amargamente, entre otras cosas, de la antidemocracia (¿?) de ese instituto político y anunció su intención de iniciar una nueva formación política. Lo sorprendente es que, a pesar de esta división, los argumentos temáticos de uno y otro bando son idénticos entre sí, y consistentes con la estrategia discursiva que los llevó al fracaso.
La razón de ello es en parte obvia: La ruptura del PAN no se trata de una escisión programática, o siquiera de una nueva forma de hacer política, sino de una nueva disputa por representar al mismo electorado. El debut del Partido Acción Nacional como opositor al gobierno de López Obrador fue descrito en un genial tweet por el escritor Fabrizio Mejía Madrid el pasado primero de Diciembre: “Me preocupa el futuro de la derecha: hoy protestaron contra un señor que no estaba presente y por el aumento de la gasolina que ellos mismos votaron”.
Pero el desatino no paró en ese momento: En pocos días presenciamos la insistencia por parte del presidente del PAN, Marko Cortés, de la existencia de un “nuevo gasolinazo” a principios de año (cuando el precio de la misma disminuyó en mayor o menor medida en todo el país), así como oponerse a la estrategia contra el combate del robo de combustible por parte del Gobierno Federal, sin ejercer la más mínima autocrítica en torno a cómo este problema comenzó a generalizarse durante los dos gobiernos emanados del PAN. Han centrado su cruzada discursiva en subrayar (y exagerar) los problemas de desabasto que se han presentado en algunas regiones del país, con lo cual han buscado coadyuvar a la psicosis que se ha invadido a algunos usuarios de medios sociales. Sin dejar de mencionar la obsesión casi patológica de invocar la crisis de Venezuela en cada oportunidad que se presente.
La incapacidad de la actual dirigencia del PAN de posicionarse como una oposición creíble es evidente aún para aquellos miembros de la derecha electrónica, quienes tampoco le conceden a ese partido un futuro promisorio. Más bien, algunos de los miembros de esta corriente parecen fincar sus expectativas en la posibilidad de éxito que pudiese tener el nuevo instituto político que pretende formar el expresidente Felipe Calderón. No obstante, es muy probable que la renovación de la derecha mexicana en ese nuevo esfuerzo tampoco obtenga el éxito que algunos esperan.
Para ello, basta considerar el propio historial electoral del calderonismo: Comenzando con la elección del 2006, que estuvo marcada por el fraude electoral. Aún cuando hipotéticamente se acepte el resultado electoral de esa controvertida elección como válido (lo cual resulta insostenible a estas alturas), con el poder gubernamental, mediático y económico a su favor, Felipe Calderón apenas pudo imponerse por un 0.56% de la votación. Pero las derrotas electorales seguirían acumulándose: A pesar de que Calderón tuvo una mayor injerencia dentro del PAN del que tuviese como presidente Vicente Fox, el desempeño electoral de este partido fue desastroso en las elecciones intermedias del 2009 cuando su caída contribuyó a la recuperación del PRI. Mientras que, en el 2012, el partido gobernante terminaría relegado al tercer lugar, lo cual es poco común en cualquier democracia del mundo. Esto sin considerar que el PAN perdería durante el sexenio de Calderón bastiones históricos que no volvería a recuperar, como fue el caso de Jalisco. Por último, la búsqueda de la Presidencia por parte de Margarita Zavala estuvo marcada por el escándalo: Desde las firmas apócrifas que se utilizaron para obtener la candidatura independiente, como la renuncia a la misma, en un momento en que algunas encuestas registraban que tenía una preferencia electoral menor a la del gobernador de Nuevo León, Jaime Rodríguez Calderón, quien finalmente terminó en último lugar.
Por esas razones, entre otras, no se puede afirmar que existe evidencia empírica que permita augurar un futuro prometedor para la nueva aventura política de Felipe Calderón, aún cuando es cierto que existe un electorado conservador que ha abandonado desde hace tiempo al PAN. También es evidente que Calderón no es un líder con el apoyo político y social que mantuvo el expresidente colombiano Álvaro Uribe después de dejar el poder, condición que le permitió construir con éxito el Partido de Centro Democrático.
La consolidación de la oposición de derecha sería un desenlace natural frente a un gobierno progresista, como el que encabeza Andrés Manuel López Obrador. Finalmente, cada ciclo reformador históricamente ha tenido como consecuencia el resurgimiento de la reacción. Precisamente el PAN surge como oposición en la fase final del gobierno del General Lázaro Cárdenas. La diferencia radica en que, en aquel entonces, se trataba de un partido doctrinario que ha sido reducida a una caricatura en tiempos actuales. Su competencia emergente no parece ofrecer algo nuevo a los electores.
La principal preocupación para la vida democrática del país es que con la consolidación de una derecha reactiva no contribuirá a funcionar como un verdadero contrapeso al poder, sino a buscar contribuir a polarizar de forma estéril. Con independencia del éxito o fracaso electoral que pueda tener el PAN o “México Libre” en los próximos años, no se vislumbra que se pueda contribuir a enriquecer al debate público, debido a que su principal promesa pareciera ser el retorno y reforzamiento de los elementos más retardatarios del régimen anterior.