Uno de los elementos más destacables de la elección presidencial del pasado primero de Julio del 2018 fue el tremendo castigo que los electores propinaron al otrora poderoso Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó buena parte del siglo XX sin una oposición efectiva. Resulta poco común que un partido gobernante se desplome de una elección presidencial a otra en esa proporción en cualquier democracia, pero la dimensión de la derrota es brutal si se considera que no sólo perdieron la Presidencia; sino que también fueron rechazados en la enorme mayoría de los cargos a elección popular que se disputaron ese día. El día de hoy, el PRI se encuentra reducido a una mínima expresión histórica (tanto en las cámaras como en los gobiernos locales), lo cual pareciera tener desorientados a las cúpulas de ese partido, que no han podido articular una respuesta política unitaria o siquiera coherente después de la derrota. Frente al gobierno de Andrés Manuel López Obrador, los priistas oscilan entre la institucionalidad y la insurrección, pero ante todo acreditan que no comprenden ni al nuevo gobierno o a la actual dinámica social.
En el siglo pasado, el PRI comenzó a perder poder institucional de manera paulatina durante los 90s: las oposiciones de derecha (PAN) y de izquierda (PRD), ocuparon progresivamente espacios de poder institucional que posibilitaron la alternancia del 2000. El fracaso de los gobiernos panistas permitió el retorno del PRI en el año 2012, que no se vio en la necesidad de reinventarse, sino todo lo contrario. Buena parte de esa alternancia fue vendida a los electores como el retorno de tiempos más tranquilos, en los que la inseguridad pública no se había desbordado a los niveles que se vivieron durante las dos administraciones panistas, en especial la de Felipe Calderón. Al prometer el regreso a un pasado de viejas glorias (más imaginario que real), pretendieron que la opinión pública ignorara que ese y otros problemas graves que acechaban a la nación mexicana se habían originado también en la primera etapa de los gobiernos ininterrumpidos del PRI. Sin embargo, con Enrique Peña Nieto regresaron algunos viejos y nuevos cuadros que sorprendieron tanto por su inoperancia como por una lectura errónea que hicieron de los nuevos tiempos una vez que asumieron el poder.
El “Nuevo PRI” que retornó de la mano de Enrique Peña Nieto, fue tan autoritario como el viejo PRI que se conoció en el pasado: igual de vertical, carente de debate interno, proclive a imponer candidatos desde la cúpula, reacio a la autocrítica, intolerante al periodismo independiente, sin dejar de mencionar desde luego, que mantuvieron la misma fascinación por realizar negocios al amparo del poder público. Pero llegó una generación que era notoriamente menos preparada que la de antaño: con una notoria aversión al intelectualismo, una soberbia recargada, un desdén aún mayor hacia las bases, la obsesión por la imagen por encima de las ideas, una ausencia de meritocracia aún más pronunciada que en el pasado, con una incapacidad aún superior para comprender el contexto nacional e internacional que los cuadros priistas anteriores.
Los electores mexicanos repudiaron en 2018 no sólo la corrupción de los distintos gobiernos de signo priista (a nivel federal y local), que de por si fue escandalosa durante el peñanietismo: También reprobaron su incapacidad para administrar la economía, el empeoramiento de la seguridad pública, la ausencia de libertad de expresión, su desdén manifiesto por la educación y las expresiones culturales. Por ello sorprende que, durante la etapa de transición, la opinocracia que tanto aplaudió al gobierno de Peña Nieto sugiriera que el verdadero problema era de percepción (por parte de los electores que no pudieron valorar los presuntos logros alcanzados) y no de un notorio fracaso gubernamental.
Resulta igual de incomprensible que a pesar de haber sido causantes de un enojo popular sin precedentes, sigan con algunas de las liturgias y viejos códigos de una forma de hacer política que es a todas luces anacrónica. Como mencionábamos antes, existen aquellos militantes del PRI que no conciben o entienden como ser oposición y se manifiestan proclives a trabajar de la mano con el presidente López Obrador, aún cuando su inconformidad (y confusión) es manifiesta. Pero a diferencia de Vicente Fox quien llamó al PRI a “co-gobernar” el país durante su mandato, el nuevo gobierno mantiene una relación de institucionalidad con los gobiernos locales, más no de complicidad. Un ejemplo claro de ello es que la política social del nuevo gobierno se traduce en apoyos directos a la población, sin los intermediarios que formaban parte de la estructura de control territorial del PRI. De esa manera, comienza a desmontarse una lógica clientelar (aunque algunos miembros de la derecha electrónica sostengan lo contrario), porque se trata de derechos adquiridos, no de prebendas que se utilizaban para coaccionar la voluntad política de la población.
Otros militantes del tricolor se suman a la línea discursiva del PAN, el de una derecha extraviada que exhibe más una propensión a la polarización que al necesario debate público. Al igual que sus compañeros del partido blanquiazul se suman a las críticas contra el combate del huachicoleo, ignorando el problema de fondo. Critican la “inexperiencia” del nuevo gobierno, cuando su largo paso por los gobiernos federales y estatales que encabezaron demostraron una clara aversión a una auténtica rendición de cuentas. En otros espacios dentro de la administración pública, los priistas buscan atrincherarse en un intento de apropiación de los pocos espacios de poder que les quedan, pensando que la transformación emprendida por el gobierno federal no los alcanzará.
Pero exactamente, ¿Qué ofrece el PRI a los electores en el presente? Ni ellos mismos parecen tenerlo claro. La Presidencia de Carlos Salinas de Gortari dio fin al ideario del “Nacionalismo Revolucionario” (el propio José López Portillo había afirmado que había sido el último presidente de la revolución mexicana) para dar paso a su doctrina personal, el “Liberalismo Social”. Este fue desechado durante el mandato de Ernesto Zedillo, sin que fuese reemplazo por otra doctrina. De esta manera, la orfandad ideológica se ha prolongado por más de dos décadas. Hablar de un proyecto programático del partido durante el gobierno de Peña Nieto resulta una broma de tan mal gusto, como afirmar que se mantienen elementos “revolucionarios” dentro de esa organización política.
Otros miembros del tricolor parecen mantener la expectativa (basada más en deseos que en un diagnóstico de la realidad) de que al igual que sucedió con los gobiernos panistas, la Presidencia de López Obrador termine por decepcionar a sus electores y tengan una oportunidad de resurgir como una opción viable en el futuro. Pero la diferencia entre el arranque de gobierno de esta nueva alternancia no podría ser más lejana a la del 2000: Mientras que el gobierno de Vicente Fox se desgastó en un sinfín de frivolidades, la Presidencia de López Obrador ha dado señales claras de contar con una voluntad política que tiene pocos precedentes en la historia mexicana.
La única herencia palpable del PRI en tiempo presente pareciera ser una funesta herencia cultural que atemorizó e inhibió por décadas a incontables ciudadanos, quienes comienzan por vez primera, a experimentar una libertad que no habían conocido. Tomará tiempo para revertir las consecuencias de décadas de simulación y gobiernos déspotas, pero también es cierto que una nueva generación cuestiona de manera natural las viejas formas de ejercer el poder y no se somete a los chantajes que caracterizaron al autoritarismo priista. La incapacidad de vender el pasado como futuro es una de las razones que explican el pasmo priista. Este es ya, otro país.
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