En la actualidad nos asombramos de la resistencia política de la iglesia católica –o de su ética flexible al servicio de su continuidad- pues su estructura, quién sabe si su feligresía, han resistido los escándalos de pederastia y de malos manejos bancarios, por mencionar un par de los que se han acumulado en los últimos tres papados. Pero acaso convenga hacer un poco de historia para entender que esta flexibilidad en realidad es inmovilismo.
Cincuenta y cinco años son apenas un suspiro en la historia del catolicismo: han sido once lustros revolucionarios. O contrarrevolucionarios, si se prefiere. Trascendentales sin duda.
Todo inicio –o concluyó, si uno es tradicionalista- con el fin del Concilio Vaticano II, la obra teológica y organizacional de Juan XXIII y Pablo VI quienes presidieron la gran reunión de la jerarquía católica para definir cambios transcendentales en el ritual y mecanismos de la iglesia. Había la idea de que se requería acercar a la “esposa de Cristo” al mundo contemporáneo de la posguerra y el enfrentamiento entre bloques económicos. Un “aggiornamento” o puesta al día de la maquinaria romana, a fin de acercarse a los fieles y reconocer los desafíos pastorales del siglo XX. Pero los papás presidentes de este concilio no implementaron ni gestionaron los cambios propuestos en esta reunión de reuniones. Serían sus sucesores quienes tratarían de llevar a la realidad los dictados conciliares.
Evito mencionar a Juan Pablo I porque su reinado, brevísimo y presto al sospechosismo de la intriga, no alcanzó para nada que no sea una novela –corta- detectivesca. Los tres papas a los cuales aludo en el título de esta colaboración empiezan con Juan Pablo II.
Karol Józef Wojtyla fue entronizado en 1978. El Concilio Vaticano II estaba fresco en la memoria colectiva de los católicos –“fresco”, en términos del Vaticano, significa que llevaba doce años de haber concluido- y en teoría se debía armonizar aún más con los usos y costumbres católicos. Era pues una obra inacabada, en particular la constitución “Gaudium in spes”, una iniciativa pastoral para reconstruir a la iglesia en el mundo actual. La punta de lanza para introducir al sacerdote en la sociedad de la segunda mitad del siglo XX era una “fervorosa energía espiritual”, conjugada con acción de acompañamiento directa en las comunidades de base del cristianismo católico: ir a tocar “puerta por puerta” para incentivar la desfalleciente fe de muchos apáticos, regresar a la evangelización y la estrategia misionera, salir a recorrer caminos y minimizar el enclaustramiento. Objetivos ambiciosos para una iglesia milenaria.
En los trabajos del texto definitivo empezó a descollar un vigoroso obispo de más allá la Cortina de Hierro, un tal Wojtyla. Parecía el prototipo del pastor que requería la iglesia para ejecutar las reformas del Vaticano II: cercano a los obreros, enjundioso, intelectualmente sólido, con una salud de acero y el tenaz empecinamiento de los primeros apóstoles. Fue pues ascendiendo en la jerarquía eclesiástica.
Y ese obispo llegó a papa, bajo el nombre de Juan Pablo II. Pero pronto sus virtudes se vieron matizadas –diría alguien ensombrecidas- por un amor irredento a la tradición y un furibundo anticomunismo. El detalle peculiar con Karol Józef estaba oculto, pero al mismo tiempo a la vista de todos: Wojtyla era polaco. Es decir, miembro de un pueblo avasallado por sus vecinos más poderosos que sabe vivir bajo la bota invasora en tanto va royendo el piso de esa bota para terminar socavándola o al menos provocar su retirada. Una cultura de resistencia fanática. En los ojos del incansable Juan Pablo II no se advertía el celo reformador de un Juan XXIII o la mansedumbre astuta de un Pablo VI, que convertía su debilidad en fortaleza; en el papa nacido en Wadowice había otro brillo en sus pupilas: las del monje-soldado cuyo deber es –o al menos eso creía él- detener a las hordas comunistas a como diera lugar. Y ese fue el problema del pontificado del papa polaco: “a como diera lugar”.
Para detener a la URSS Wojtyla llegó a la conclusión propia de un polaco: el enemigo es siempre el mismo, sea el alemán luterano o el impío ruso –que ahora se hace pasar por soviético- y para combatir al enemigo ancestral se requiere de hacer alianzas con los enemigos de mi enemigo.
De ahí que Juan Pablo II, actuando más como un papa de Polonia que siendo un papa “católico”, es decir universal y por ende sin lealtades nacionales, buscó aliados en el capitalismo y en aquellos que compartían su aversión orgánica contra el comunismo. De ahí su triste coalición con los Legionarios de Cristo, el Opus Dei, Estados Unidos de América… de ahí también su persecución activa de la Teología de la Liberación, la opción de los pobres. Todo en su papado estaba supeditado a una lucha ideológica. Y como buen polaco, estaba dispuesto a sacrificar, supeditar o suprimir todo aquello que no ayudara a la guerra ideológica en marcha. Si el Concilio Vaticano II se interponía en el camino, entonces tendría que desviarse, reducirse, tergiversarse o simplemente detenerlo. La unidad en la lucha anticomunista todo lo justificaba y todo lo purificaba.
Cuando llega Joseph Aloisius Ratzinger, encargado de la Congregación de la Fe –antiguamente conocida con el nombre de la Santa Inquisición, un nombre que no admite mucho marketing positivo- al papado, se da cuenta que su labor de escudero del papa polaco había salvado a la lucha anticomunista de la iglesia de muchos golpes; pero a costa de solapar terribles abusos y desviaciones del dogma católico. Benedicto XVI se enfrenta así a la decadencia de la idea del Papa-Rockstar. Las denuncias de pederastia estallan en la línea de flotación del Vaticano y amenazan con hundirlo; la corrupción de la banca del Vaticano llega a niveles indignantes; el haber detenido la implementación del Concilio Vaticano II ha exasperado a algunos católicos, quienes desertan de la iglesia, para entrar en la calma chicha del agnosticismo o en otras denominaciones cristianas. Europa, en palabras del cardenal Carlo María Martini, tiene “bellas iglesias y basílicas; bellas y vacías, es decir inútiles”. Y si bien el “ogro” del comunismo aparentemente ha sido derrotado, ello no ha hecho más que acelerar la decadencia dogmática de la iglesia católica, así como su anquilosamiento.
Benedicto XVI trata no de cumplir en Vaticano II –su conservadurismo teológico lo rechaza instintivamente- sino de atemperar la caída. Como los últimos emperadores militares del imperio romano en Occidente, sólo le interesa retrasar la debacle, apuntalar las ruinas y buscar esplendor ajado en una liturgia sorda al mundo moderno. Pero es metafóricamente apuñalado por su secretario particular –gran delator de los entretelones del poder vaticano-, vapuleado por los progresistas dentro y fuera de la iglesia, perseguido por las intrigas financieras y políticas de la Curia –el grupo de burócratas que hacer girar los engranajes del Vaticano- y defenestrado de la opinión pública por su tardía, timorata respuesta a los abusos de niños cometidos por sacerdotes.
En un arrebato de inspiración, el papa alemán –mejor conocido como “el rottweiler de Dios” por sus malquerientes- decide lo impensable: renunciar, como el papa Celestino V, el pontífice eremita quien, al ver la corrupción campear a sus anchas en el trono de San Pedro, decide regresar a su vida de contemplación alejado del mundanal ruido, y renuncia a ser papa. Claro, un Santo Padre del siglo XIII no es precisamente el mejor precedente. Pero hay cierto paralelismo entre Celestino V y Benedicto XVI: el primero al parecer fue un buen hombre enfrentado a la venalidad de la Curia y a los poderes fácticos del año 1294 que termina por rendirse ante los excesos de Roma y huye de ella; el segundo un avezado teólogo, conservador, estricto, amante del orden, que se encuentra en la vorágine del desorden mundial y ante las intrigas cortesanas de la Curia –sin contar la dolorosa traición de su secretario particular-. Un inquietante y extraño paralelismo que parece decirnos que papas van y vienen, pero la iglesia permanece casi inmutable y por lo tanto alérgica a la verdadera reforma, obsesionada con sus miasma teológicos y secuestrada del mundo de los pobres por los poderes económicos y las mafias dentro y fuera de ella.
Ahora toca en turno a Francisco, el primer jesuita en ser gobernante absoluto del Estado Vaticano. Jorge Mario Bergoglio. El tercer papado en enfrentarse al legado del Concilio Vaticano II. El primero que debe recoger las cenizas aún calientes del escándalo de pederastia y enfrentar los rescoldos del neoliberalismo que se empeña en negar la dignidad humana. Pero los otros dos papas que lo anteceden siguen presentes: Juan Pablo II como bandera mancillada del conservadurismo católico y Benedicto XVI, un papa jubilado que le ha dado por opinar de temas espinosos e ir a contrapelo de la opinión del papa -.o de plano adelantarse al parecer de Francisco, al pretender cerrar la puerta a levantar la tranca del celibato sacerdotal-.
Cuando Celestino V, el papa medieval que renunció, se vio abrumado por los problemas y sitiado por sus enemigos, propuso compartir el poder con un pequeño comité de cardenales, dos para ser precisos, provenientes de las familias más poderosas de la Ciudad Eterna. Uno de esos cardenales, Mateo Rosso Orsini, le advirtió que “la esposa de Cristo no puede vivir con tres esposos”. Celestino empacó sus escasas pertenencias, autorizó a los Franciscanos su reglamento espiritual –validando el legado de San Francisco de Asís- y acto seguido renunció, para regresar a sus quehaceres de ermitaño. El papa Francisco –argentino, por lo tanto un extranjero en Roma y el primer pontífice no europeo, luego pues doblemente extranjero- tendrá que recordar las palabras de aquel cardenal Orsini si quiere avanzar de una buena vez con el aggiornamento de la iglesia que encabeza: la iglesia sólo admite un papa en funciones, no dos y mucho menos uno que pretende avances –modestos, insuficientes- y otro que pretende detener la maquinaria.
Son ya demasiados años de “puesta al día”; para ser sinceros, son demasiados años de querer retrasar el reloj eclesiástico y pretender que el Concilio Vaticano II simplemente nunca existió.