Kirk Douglas (1919-2020) decidió producir y actuar en la adaptación cinematográfica de “Espartaco”, la controvertida novela de Howard Fast, convirtiendo un acto meramente mercantil y/o de entretenimiento en una muestra de valor cívico.
La controversia no era solamente por llevar a la pantalla grande la historia de aquel esclavo tracio cuya hazaña fue acaudillar una rebelión contra la república romana; una figura incómoda para los historiadores latinos, quienes procuraron no hablar mucho de esa revuelta ni de su líder, acaso porque un levantamiento de sus sirvientes ponía en entredicho la misma existencia económica de Roma. La figura de Espartaco era y es incómoda para los poderosos. Pero en manos de un novelista “acusado” de tener simpatías por el comunismo –Fast nunca negó su filiación al partido comunista de EUA- el relato del alzamiento de los gladiadores puso muy nerviosos a los seguidores del furibundo senador Joseph Mc Carthy. Howard Fast empezó a escribir su “Espartaco” mientras estaba en una prisión federal, privado de su libertad por negarse a participar en la farsa del Macarthismo. Corría el año de 1951 y el llamado “terror rojo” –la paranoia contra la URSS y los supuestos o reales espías de la Unión Soviética en Estados Unidos- arruinaba vidas y reputaciones.
Una de esas vida laborales destruidas por el pánico anticomunista fue la del guionista y colega de Fast, Dalton Trumbo. Trumbo también era miembro del partido comunista; además había asistido a reuniones del mismo, en el marco del apoyo que muchos estadounidenses habían prestado a la república española y luego cuando el “tío” Joe Stalin era aliado de EUA contra la Alemania Nazi. Trumbo fue llamado ante la inquisición senatorial –el infame comité para investigar “actividades anti-americanas” fundado por Mc Carthy- y, como lo hiciera Fast, no negó su participación en tales reuniones y mítines; pero se negó en revelar nombres de otros asistentes: la estrategia de los macarthistas era el humillar y presionar a los comparecientes para que delataran a otros supuestos “simpatizantes” comunistas. Algunos lo hicieron, como Elia Kazan. Otros –Trumbo, Fast, Herbert Biberman- se negaron a ser soplones. Muchos de ellos pagaron su osadía con la cárcel. Otros se enfrentaron a la temible “lista negra” de los estudios de cine y de la incipiente televisión: quienes estuvieron en dicha lista quedaban excluidos de toda posibilidad laboral en Hollywood.
Muchos trabajaron con seudónimos o utilizaron a compañeros/as para enmascarar su participación en películas; otros terminaron por huir del país, para nunca más regresar al mundo del espectáculo. Howard Fast pagó de su bolsillo la primera edición de su novela “Espartaco”, la cual resultó en un éxito subterráneo –no tuvo ninguna reseña favorable, pero se vendía como pan caliente-; Trumbo eligió el primer camino para sobrevivir económicamente: usó seudónimos o se escudó en colegas que le “prestaban” sus nombres para que él maquilara en las sombras sus guiones o textos. Biberman tuvo que salir de EUA pues su película “La sal de la tierra” –donde actúa una joven talentosa llamada Rosaura Revueltas- fue tachada de “insidiosa propaganda comunista” y prohibida su exhibición.
Cineastas, guionistas y actores languidecían en la supuesta “tierra de los libres” durante el macartismo. Lo cual vuelve más enjundiosa la actitud de Kirk Douglas: compra los derechos de “Espartaco”, contrata a Dalton Trumbo para que haga el guión y se empeña en que el nombre de Trumbo –sin ningún seudónimo de por medio- apareciera en los créditos de la película dirigida por Stanley Kubrick. Arriesgó su prestigio personal –y acaso su propia libertad física o financiera- para salvar del ostracismo a Trumbo y garantizar que más personas conocieran el tratamiento que Fast había hecho de la épica lucha de Espartaco, el azote de los esclavistas de la antigua Roma. En buena medida el pundonor de Douglas y de todos los involucrados en la adaptación fílmica de “Espartaco” marcó el principio del fin del macartismo, no así de las pulsiones autoritarias en EUA que gozan de buena salud.
Es curioso que el cinco de febrero de 2020 sea el día en que muere Kirk Douglas, se festeja y conmemora un aniversario más de la Constitución mexicana y podamos ver el circo –romano, patético- del veredicto final en el proceso de impeachment a Donald Trump. Creo que estos sucesos están, de una manera acaso obvia o no, conectados entre sí.
Por una parte el fallecimiento de Douglas nos permite recordar aquella lucha que se dio en el siglo XX, por la libertad de expresión, sin duda; pero también por la libertad artística y el derecho a disentir, que forman parte de la primera pero la engrandecen pues son columnas vertebrales de toda verdadera democracia. Resulta interesante contrastar aquellos años oscuros de la paranoia anticomunista con el régimen de libertad de expresión que hemos construido en México –más sometido al acoso de los poderes fácticos, entre ellos del narcotráfico, y de la incuria de políticos trasnochados como Humberto Moreira- para darnos cuenta de lo difícil que resulta a ratos avanzar en este conjunto de derechos aglutinados –libertad de prensa, de libre manifestación de las ideas, de asociación, de información- en lo que llamamos el bloque de derechos humanos fundamentales de nuestra Carta Magna. Pero también es menester reconocer que estas conquistas siempre están bajo asedio y no podemos permitirnos retrocesos en ellos.
Y también sirva para ver cómo la democracia estadounidense –que muchos pondrán en tela de duda eso de “democracia” aplicado a EUA- sigue arrastrando su deriva autocrática, sus pulsiones más deleznables: el Senado, en un juicio que tuvo más de sainete y encubrimiento que de procedimiento judicial en forma, ha exonerado a Donald Trump. Sólo la solitaria voz de Mitt Romney –no precisamente un Espartaco- se atrevió a romper tímidamente la cábala patibularia de los senadores republicanos que han vendido su alma a un demonio lenguaraz y mentiroso que –dicen ellos- habrá de reelegirse en la Casa Blanca.
Trump y los suyos recuerdan por supuesto a Joseph McCarthy, el atrabiliario líder de los anticomunistas estadounidenses en la década de los cincuenta del siglo pasado; pero faltan en EUA los Trumbo, los Fast, los Biberman que les planten cara. Por una parte tenemos el pálido desafío de Romney en el Senado; por otra el gesto desdeñoso de Nancy Pelosi al romper las hojas impresas con el discurso de Trump –gesto afeado porque Pelosi termina de manera contradictoria aplaudiendo a la marioneta de Guaidó-; sólo Bernie Sanders, con sus fallas y glorias de viejo legislador, parece levantar el guante y prepararse para luchar contra las legiones trumpistas, a campo abierto. Aunque pueda preverse, como en el caso del Espartaco histórico, que le espera una cruel derrota.
Acaso la derrota frente a Trump galvanizará a la oposición y su triunfo en el impeachment sea una victoria pírrica; acaso no sea así y nos esperan otros cuatro años de tener al desvergonzado Donald en Washington. Lo cierto es que nosotros, en México, debemos aquilatar el régimen constitucional que estamos construyendo. No es perfecto; pero al ser una obra en construcción constante, es susceptible de mejora. Y en nuestra historia patria hemos visto que nuestros Espartacos caen, pero al final vencen. Ojalá y nuestros vecinos del norte saquen un poco de dignidad de su propia historia; pero esas serán sus luchas. Nosotros tenemos las nuestras.