La libertad es uno de los conceptos más discutidos y una de las condiciones más buscadas por la humanidad contemporánea. Los más grandes filósofos han hablado de ella, analizándola constantemente para encontrar no sólo una definición coherente ante tan rotunda idea, si no también, para buscar un camino que nos conduzca hacia ella. Pese a ese afán histórico de la humanidad por encontrar los secretos de la libertad, parece que a la sociedad contemporánea le place estar bajo la vigilia y el control de sepa Dios quién: un gobierno, la policía, poderes supranacionales.
En 2016, Patnaree Chankij, mujer humilde que vive de lavar y planchar ajeno, fue detenida por la policía de Bangkok, capital de Tailandia, acusada del delito de lesa majestad y alta traición por insultar a la monarquía, una de las más grandes faltas a la ley de ese país. La única prueba en su contra: una conversación privada en Facebook en la que esta mujer respondió con un “si” a un comentario de un activista político.
Pese a que las redes sociales son el panóptico moderno, una prisión en la cual todos somos vigilados y nadie puede esconderse más que el propio vigilante, la humanidad entrega parte de esa libertad que filosóficamente aún no hemos descifrado con el objeto de no quedar fuera de la nueva burbuja social.
En 2015, el comediante Torben Chris compartió una fotografía en Facebook en la que se observaban él y su hija de unos dos años, desnudos en una bañera, en una actitud totalmente inocente y paternal. Esto lo hizo para manifestarse en contra de las críticas de pederastia contra hombres que comparten imágenes de este tipo con sus hijos en las redes sociales.
Las reacciones, como es lógico, fueron a favor y en contra; sin embargo, habría que preguntarnos, ¿hay necesidad de mostrar todo lo que hacemos en Facebook?, ¿por qué lo hacemos?, ¿acaso le decimos al vecino: “oye, amigo, si no estás ocupado, quieres venir a ver cómo baño a mis hijos?”.
No podríamos hacer un juicio tajante y decir que quitar todas las cortinas de nuestra vida y mostrarnos abiertamente en las redes sociales es totalmente bueno o malo; no obstante, llama la atención cómo destruimos en un instante muchos de los grandes esfuerzos que ancestralmente realizó la humanidad; por ejemplo, el de tener cuatro paredes para proteger la intimidad.
Sin embargo, a últimas fechas esto no se limita a la sociedad común, sino también, a niveles más altos en las esferas de poder, en el caso de Donald Trump, presidente de los Estados Unidos, cuyas cuentas fueron suspendidas porque, a criterio de los dueños de las rede sociales, incitaba al odio que decantó en la toma del Capitolio el pasado el pasado miércoles 6 de enero.
La discusión, tal como la abordó el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, radica en que entonces tampoco en las redes existe una libertad “total” porque al final, incluso la Casa Blanca, se encuentra a expensas del criterio empresarial de personajes como Mark Zuckerberg, quien, sería muy inocente pensar que actúa solo o no tiene intereses económicos, políticos y sociales.
Pero al final, aunque gran parte de la discusión de esta semana fue si WhatsApp podría ingresar a nuestros contenidos personales, como mensajes, audios o archivos compartidos, el enorme miedo a la soledad social y a quedarnos fuera de la discusión pública nos llevaría incluso a sacrificar nuestras libertades antes de desinstalar la aplicación y quedarnos en el ostracismo. Llegamos al absurdo de querer sustituirla por Telegram, como si la solución real fuera esa.
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