De pronto el devenir cotidiano es tan próximo a nuestra época que no dimensionamos la magnitud de algunos eventos que presenciamos de primera mano; sin embargo, el miércoles 6 de enero pasado debería tener una marca en el calendario porque sin duda, tendrá un lugar especial en los libros de historia en el futuro.
Miles de personas en Washington, Estados Unidos, se manifestaron en el Capitolio a favor del presidente, Donald Trump, irrumpiendo en el Senado estadounidense, en un asalto sin precedentes en el país norteamericano, la nación que presume de instituciones tan fuertes que pretende esparcir paz y democracia por todo el mundo.
Los Estados Unidos se fundaron en 1776, cuando las 13 colonias se independizaron de la monarquía británica. Precisamente, para escapar de sistemas totalitarios donde un Rey tenía poder absoluto, se acordó el presidencialismo con la clásica división de poderes basada en los principios propuestos por el Barón de Montesquieu, a fin de garantizar contrapesos en la administración pública.
Aunque en varios países del mundo la división de poderes resulta pírrica ante el dominio de un partido en el Legislativo y el Ejecutivo, en los Estados Unidos el Senado o la Cámara de Representantes, incluso los Tribunales del Judicial, han frenado algunas iniciativas presidenciales.
Durante su ya agonizante administración, Donald Trump, por ejemplo, recibió negativas de otros poderes para obtener recursos destinados al muro fronterizo con México, o para terminar con el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia o DACA (en inglés, Deferred Action for Childhood Arrivals) que tiene como finalidad beneficiar a ciertos inmigrantes indocumentados que llegaron a Estados Unidos cuando eran niños y que cuentan con cierto nivel educativo, también conocidos como Dreammers.
De ahí la trascendencia de la toma al Capitolio: un presidente estadounidense demostró que no sólo puede causar conflictos armados en otras naciones, sino también, dentro de su país. Donald Trump, que habría obtenido poco más de 70 millones votos en las pasadas elecciones de noviembre, evidenció que también la sociedad del país norteamericano tiene fuertes divisiones internas en cuanto a posturas ideológicas, políticas, raciales, entre muchas otras.
Sin embargo, la misma tarde del miércoles, Donald Trump pidió paz y orden a sus seguidores, para un día después aceptar su derrota ante Joe Biden, luego de dos meses de obvia victoria del demócrata. La lectura es simple: los grupos de poder de EU no permitirían más inestabilidad en sus instituciones, al grado de silenciar a Trump de su máxima tribuna pública: Twitter.
Incluso, Biden lo señaló en un discurso luego del asalto al Capitolio: “El mundo nos está observando”, dijo el demócrata, ante la censura del republicano en prácticamente todas las redes sociales, algo muy similar a cuando las televisoras estadounidenses cortaron el discurso de Donald Trump, al tiempo que acusaba de un fraude electoral en su contra: ¿cómo se atrevía el inquilino de la Casa Blanca a poner en duda las instituciones del país que se ufana de la rectitud y moralidad de sus instituciones? Ante el acallamiento de Trump, queda claro que hay un grupo hegemónica detrás cuidando los intereses de las barras y las estrellas.
Pero esta crisis en el último de los imperios que ha dominado el mundo nos debe hacer reflexionar en el otro tema: la era de la convergencia. Economistas como Jeffrey Sachs, académico de la Universidad de Harvard, o el Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, han insistido en los problemas que generan el capitalismo neoliberal impulsado desde EU.
El capitalismo salvaje, explica Stiglitz, provoca demasiada disparidad en la distribución de la riqueza, mientras que Sachs asegura que la convergencia internacional debiera ser la fórmula para terminar con dicha desigualdad. Bloques como la Unión Europea, son ejemplos de cómo la interconexión de mercados pueden fortalecer a economías potencia y sacar adelante a los países emergentes.
No obstante, casos como el Brexit nos recuerdan que, por ejemplo, la Gran Bretaña, se rehusó a mantener su apoyo para naciones como Polonia que obtienen más de lo que aportan a la Unión Europea, por lo que salió del bloque en la actitud de un Estado que a toda costa buscará ser siempre una potencia mayor a las demás; de ahí que incluso cuando era miembro del bloque, mantuviera la libra como su moneda en lugar del euro, o no entrara en las políticas del espacio Schengen.
Aunque algunas potencias no quieran aceptarlo, la era de la convergencia es necesaria para equilibrar la riqueza y el nivel de vida en regiones como América Latina, el Caribe o África. Según Sachs, en 2050, Asia será el centro económico del mundo, aunque luego del cisma que vivió Estados Unidos, la fecha podría adelantarse; la pregunta es cómo ejercerán países como China, Rusia, Japón o Corea del Sur, ese poder que por décadas, se ha mantenido en la Casa Blanca.
Si bien es cierto que en el caso de China, el país asiático ha invertido en desarrollar infraestructura en naciones africanas como Yibuti o Sierra Leona, no quedan claras las afectaciones que generarán las deudas o los impactos económicos a futuro que tendrá el hecho de que Pekín sea el dueño de la obra pública en algunos países de África; quizás el precio de tener carreteras, aeropuertos, ferrocarriles o puertos para los países en desarrollo, sea prácticamente hipotecar sus recursos ante el gran dragón asiático… Podría ser este otro tipo de imperialismo, neocolonialismo, o quizás la convergencia de la que hemos hablado y tan necesaria en el mundo.