“Vivimos en un momento de esplendor del periodismo narrativo”, escribió Jorge Carrión (1976). “Los hijos y nietos de Rodolfo Walsh, Josep Pla, Truman Capote, Hunter S. Thompson o Gabriel García Márquez están cultivando el arte del relato sin ficción a un nivel sin precedentes en la historia de la literatura en nuestra lengua”.
Así abre el telón Mejor que Ficción. Crónicas ejemplares. Una recopilación del escritor español, Jorge Carrión, que pretende ser una muestra fehaciente del periodismo narrativo gestado en América Latina desde finales de los setentas. Figuran en él los nombres de Martín Caparrós, Fabrizio Mejía, Leila Guerriero, Jordi Costa, Juanita León, Juan Pablo Meneses, Alberto Fuguet, Cristian Alarcón, Alberto Salcedo Ramos, Juan Villoro, Jaime Bedoya, Edgardo Cozarinsky, Rodrigo Fresán, Pedro Lemebel, Guillem Martínez, María Moreno, Maye Primera, Edgardo Rodríguez, Juan Gabriel Vásquez, Julio Villanueva Chang y Gabriela Weiner.
Carrión nos advierte desde la primera página: “Pese a la selección de veintiún crónicas escritas en español por algunos de los autores más importantes de nuestra época, no pretende ser una antología de carácter canónico, sino un catálogo de la multiplicidad de propuestas de no ficción de la literatura hispanoamericana contemporánea”. Sin embargo, el libro es más que eso, incluye un diccionario abreviado de cronistas hispanoamericanos con cerca de cien escritores y sus respectivos libros.
Los autores que aparecen son, en conjunto, una generación que vivió el auge y la debacle de una buena parte de las dictaduras militares de Latinoamérica. Son crónicas que parten en ocasiones desde hechos aparentemente microscópicos para aquilatar las repercusiones de los grandes conflictos políticos y sociales (e incluso derivados de desastres naturales) que han fustigado sus países o las zonas de conflicto a las que viajaron para escribir.
Entre sus páginas se vislumbran los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, México; la venta ilegal de cine de arte en Chile, en cuyo escenario un personaje considerado un dealer digital señala con toda razón: “Todos los originales al final son copias de un máster. ¿O no?”; la problemática tras el tsunami de Haití, envuelto en el humo de las taras burocráticas y las complacencias internacionales; un hotelero español que no sabe cómo negociar con el cascajo de un barco que perteneció al nefasto dictador Francisco Franco (hoy vuelto recinto o salón fotográfico de artistas del mostrenco, tal vez la muestra más concreta de lo que significa posmodernidad); una breve narración sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense, organismo de talla internacional que ha resuelto, mediante el análisis de restos óseos, genocidios a lo largo del planeta y que en México refutó la verdad histórica tras la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, poniendo en jaque a la cúpula de poder regentada por Enrique Peña Nieto; un cineasta que hipnotiza a sus actores antes de filmar y quien considera que para ser director es “más útil robar un automóvil que psicoanalizar a Kurosawa”. “Porque para él hacer cine es un arte de iletrados”; también surgen desde una estructura poliédrica los secuestros perpetrados por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (hoy disueltas y sus filas transformadas en sicarios o en entes que deambulan por la vida urbana extrañando la selva), que mantuvieron cautivos a personajes de la vida pública colombiana hasta por ocho años.
Jorge Carrión además presenta un prólogo excepcional donde hace un repaso brevísimo sobre la historia de la crónica; sus orígenes como un medio de documentación de la conquista durante aquel extraño tiempo en que eran redactadas por sacerdotes guiados por deidades intangibles, hasta la crónica contemporánea, una suerte de rama inclasificable de la literatura y el periodismo que busca petrificar estéticamente los momentos importantes de la historia del mundo, pero cuyo origen, sin duda alguna, se da en América Latina, probablemente en el instante en que Rodolfo Walsh decide dejar de jugar ajedrez en un café de la clase media para reportar un fusilamiento extrajudicial. Ese Rodolfo Walsh que, como Javier Valdez Cárdenas, sería acribillado por perseguir la verdad.
Parafraseando a Caparrós, existen dos tipos de periódicos: los que se leen por los datos y los que se leen por placer. Estas crónicas, en definitiva, entran en la segunda categoría, pese a que no carecen de rigor informativo.
Son autores consagrados, acreedores de plumas híbridas que, como dijo Villoro, escribieron piezas que nos remiten a la ecléctica composición de un ornitorrinco. Dicha alegoría es desglosada por Carrión en el prefacio: “Porque de la novela extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro moderno, la forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos, los parlamentos entendidos como debate: la voz del proscenio”.
Dentro de este panorama en el que la literatura da un vuelco burdo hacia la autoficción, en un intento de volver apología la vida cotidiana, los textos reunidos en Crónicas Ejemplares son un duro golpe de realidad. Junto con su diccionario de autores, el libro configura un gran peldaño para visualizar lo que hoy en día es definido “como narrativa de no ficción” en América Latina.