Como si se tratara de las escenas de un videojuego en primera persona, el pasado 14 de marzo el australiano Brenton Harrison Tarrant grabó el momento exacto en el que ingresó a una mezquita en Nueva Zelanda y asesinó a un grupo de islamistas que se encontraban rezando: hubo ataques simultáneos en la misma ciudad neozelandesa de Christchurch en los que al menos murieron cuarenta y nueve musulmanes y otros cincuenta salieron heridos.
En un comunicado publicado en redes sociales de internet, el agresor argumentaba que realizó su ataque para influir en la política de los Estados Unidos; bajo un discurso supremacista, se dijo admirador de Donald Trump, quien, según él, es un baluarte para el resurgimiento del poder de la raza blanca; el asesino, dijo, quería demostrarle al grupo musulmán que no pueden invadir su hogar cada que les plazca.
Los descendientes del mundo árabe, que en muchas ocasiones son juzgados de forma incorrecta como terroristas, son víctimas históricas del imperialismo de las potencias europeas de inicios del Siglo XX y más recientemente de la propaganda que se ha hecho contra ellos a partir del 11 de Septiembre de 2001, por vincularlos a los ataques de las Torres Gemelas en Nueva York. Sin embargo, en el recuento de los daños, el mundo occidental ha sido más perjudicial para el Medio Oriente.
En cuanto a la colonización moderna, podemos partir desde 1884-1885, cuando se celebró la Conferencia de Berlín; en ella, los países participantes más interesados fueron Francia, Gran Bretaña, Bélgica, Alemania, Países Bajos y en menor interés Italia, Rusia, entre otros. ¿Qué querían? Sentar las bases y reglas de cómo sería el reparto del continente africano, lo que incluía el llamado Magreb, que es todo el norte de África, en buena proporción habitado por musulmanes.
De ahí comienzan una serie de medidas por parte del “hombre blanco”, en las cuales se anexan territorios, dividen otros y hacen promesas que jamás van a cumplir. Por ejemplo, en 1915, durante la Primera Guerra Mundial, el alto comisario británico en El Cairo, Henry McMahon, prometió al jerife de La Meca Husayn ibn Ali la creación de un Estado árabe si su gente se rebelaba contra el Imperio Otomano; esto generó mucha división entre los árabes que ayudó a los occidentales a ganar el conflicto… Hoy todavía la promesa den un Estado para los árabes no es una realidad, pero sí el debilitamiento de su cultura por la intromisión de las potencias.
Así a diferentes líderes árabes les prometieron Estados nuevos, independencia, recursos, pero al final Occidente no cumplió con nada. En 1916, se firmó entre Gran Bretaña y Francia el tratado Sykes-Picot, en el que, de forma unilateral, decidieron que Siria, Irak, Líbano y Palestina se dividirían en áreas administradas por británicos y franceses. No conformes, también, en 1917, las potencias europeas llevaron a cabo la Declaración de Balfour, donde decidieron que Palestina sería el sitio para fundar un “hogar nacional” para el pueblo judío: hoy se le conoce como el Estado de Israel y cientos de miles de árabes han muerto por este conflicto.
Así fue como el mundo occidental se entrometió en el mundo árabe, dividió sus territorios, les generó conflictos internos, les introdujo un nuevo Estado (Israel), con gente cuyas creencias chocan con los habitantes musulmanes y todavía, en las últimas décadas se les tilda de terroristas, sólo porque algunos grupos radicales se cansaron de escuchar promesas y decidieron lanzarse a una guerra que ellos ni siquiera comenzaron. Esto ha generado una importante migración de musulmanes e islamistas a otras partes del mundo, en las que ahora, por la perpetuidad de discursos xenófobos, como el de Trump, se les asesina.
Sólo unos pocos llaman terrorismo a los ataques norteamericanos y de la OTAN contra Siria, Palestina, Irak, Libia… El ataque en Nueva Zelanda, nos demuestra que el terrorismo no se viste de túnica y turbante: durante décadas, el terrorismo ha tenido diferentes formas y viene de todas partes del mundo, sólo que en muchos casos, no se le quiere dar el nombre que le toca.