Yo solía escuchar, en mis días de abogado regiomontano, aquella canción de los Cadetes de Linares que narra la vida de los pistoleros famosos del noreste mexicano y del sur de Estados Unidos. Las canciones de pistoleros nos enseñan algo: que la fama es infamia cuando de morir o matar se trata. Pero son muy ilustrativas. La violencia del pobre tiene consecuencias. Y la vida impune del sicario no termina bien. Pero siempre me quedaba cavilando sobre si esto aplica a otro tipo de famosos, a los abogados. No hay corridos de abogados -que yo sepa- pero me queda claro que el común de los mortales ve con recelo, a ratos con admiración o desdén, a quienes ejercemos el Derecho: como si algunos de entre nosotros fueran pistoleros a sueldo. Corruptos y corruptores, malvados, villanos de opereta o patibularios agentes del caos enfundados en finos trajes. Muy pocos vaqueros “de sombrero blanco” cabalgan por las praderas de los tribunales: casi toda la fama de los abogados pareciera oropel que esconde algo turbio, como el atuendo negro del “cowboy” maligno que llega al pueblo polvoriento a imponer su ley ¿Habrá algo de cierto detrás de esa mala fama que el mexicano le endilga al abogado o abogada nacional?

Pues algo habrá: ahí donde se oye el corrido, suena a ratos la verdad. El abogado como nuevo sacerdote de la religión laica de las Leyes es temido o despreciado, pocas veces visto con aprecio en el imaginario popular. Y la historia patria no oficial tiene más abogados famosos por sus entuertos ilegales -o poco éticos- que por sus virtudes cívicas.

Sin irnos muy lejos en el recuento, podemos traer a la memoria a Bernabé Jurado, de quien Eugenio Aguirre escribiera una entretenida novela llamada “El abogánster”; ¿era Jurado un astuto jurista que operaba en la zona gris de la abogacía o simplemente un bandolero con cédula profesional? Pues el veredicto en su caso parece inclinarse a lo segundo. Bernabé Jurado logró la parcial exoneración del escritor beatnik William S. Burroughs, con malas artes y peores modos, a inicios de la década de los cincuenta, pues el literato decidió probar su habilidad como pistolero recreando la escena de Guillermo Tell y así, sin arco y flecha pero sí con una pistola, Burroughs asesinó a su esposa, Joan Vollmer en una casa de la colonia Roma en la Ciudad de México. Uno de los tantos “logros” de Jurado, el original “abogánster”. Pero no el único.

¿Valdrá la pena recordar a Enrique Fuentes León? Famoso por “litigar con la pistola en el cinturón o sobre el escritorio”, Fuentes León estuvo involucrado en la curiosa desaparición de la escritora y coreógrafa Nellie Campobello; ya que hablamos de desapariciones notorias, también se le recuerda por su amistad con el desvanecido Manuel Muñoz Rocha, a quien se señala como autor intelectual del asesinato de Ruiz Massieu. Y por supuesto, en el terreno del magnicidio, no podía faltar su aparición estelar en la oscura indagatoria que permeó otro asesinato político de finales de nuestro siglo XX: el de Luis Donaldo Colosio. Sin embargo, todo lo anterior palidece ante uno de los grandes “logros” que se le atribuyen a Fuentes León: su participación en el entramado de corrupción judicial que dejó en libertad a Alejandro Braun Díaz, el “Chacal” de Acapulco, asesino de la menor de edad Merle Yurídia Mondain Segura. Un caso tan sonado que provocó la caída en prisión de un ministro de la vieja Suprema Corte de Justicia, Ernesto Díaz Infante. Todo ello en el no tan lejano año de 1988.

Y ahora que lo recuerdo: ¿por qué escribí sobre la supuesta amistad entre Rocha Díaz y el ubicuo Fuentes León? Pues porque cuando agentes de la DEA y del Servicio de Inmigración de EUA detuvieron al abogado mexicano, para muchos un digno heredero de Bernabé Jurado, había otro mexicano a su lado, en San Antonio, Texas. Un tal Manuel Muñoz Rocha.

Y unos años antes de morir, el inquieto letrado Fuentes León presentó, en enero de 2009, un escrito pidiéndole al Juez Octavo de Procesos Penales en el Estado de México que se dejara sin efecto la orden de aprehensión en contra de Muñoz Rocha. En la causa penal 71/94, el escrito del “representante legal del señor Muñoz Rocha” -es decir, de Enrique Fuentes León- fue considerado como procedente y se le concedió lo que pedía pues ya había transcurrido más de la mitad de la pena que se le hubiera impuesto al pretendido autor intelectual de la muerte de José Francisco Ruiz Massieu. La entonces Procuraduría General de la República -a cuyo cargo estaba el actual ministro de la Suprema Corte, Eduardo Medina Mora- apeló mal y a destiempo dicha decisión. Y así es, estimados amigos y amigas, que legalmente Manuel Muñoz Rocha ya no puede ser llamado con certeza plena “autor intelectual” del asesinato de Ruiz Massieu. Todo por la acción relampagueante de Fuentes León.

Tanto Bernabé Jurado como Enrique Fuentes León ahora duermen bajo varios metros de tierra. En vida conocieron cárcel y desventuras; pero también rocambolescos triunfos y el favor de los poderosos. Como litigantes famosos son infames para la mayoría; pero en vida eran temidos.

Y en nuestro presente: ¿acaso no tenemos asimismo abogados famosos? Sin forzar mucho nuestras neuronas ahí tenemos al letrado Javier Coello Trejo, ave de tempestades -algunos maliciosos dirán que tempestades que él acaso provoca- el otrora “Fiscal de Hierro” tuvo cargos en la antigua Procuraduría General de la República (PGR): ni más ni menos que el primer fiscal anticorrupción del país en 1977. Se atribuye a él la captura del primer capo de la nación del narco, Miguel Ángel Félix Gallardo. Hasta ahí, el historial del colega Coello Trejo parece el de un Elliot Ness mexicano. Pero luego empiezan a surgir las acusaciones que lo señalan como el funcionario que ordenó torturas para arrancar confesiones cuando fue parte del gobierno de Chiapas, allá en la década de los ochenta. E incluso se dijo que sus escoltas y colaboradores, cuando él estaba de nueva cuenta en la PGR durante el sexenio de Salinas de Gortari, se vieron implicados en violaciones sexuales; fue el escándalo del llamado “Grupo Tiburón”, un supuesto escuadrón de policías “rudos” que sólo respondían a Coello Trejo y que en sus ratos libres al parecer se dedicaban a la comisión de delitos sexuales. Pero aunado a ese caso, también empezó a correr el rumor de que, en un rancho chiapaneco, propiedad de un “Fiscal de Hierro”, fue donde se capturó por primera vez a un hábil y escurridizo narcotraficante:  Joaquín Guzmán Loera. Ahí, por tantos dimes y diretes, sale Coello Trejo de sus labores de funcionario público y empieza su faceta de litigante en materia penal. De ahí su reciente fama: defensor de la ex directora del tristemente célebre Colegio Rébsamen -colapsado durante el pasado terremoto del 19 de septiembre de 2017- y ahora de Emilio Lozoya Austin, prófugo y posible testigo protegido de un caso con ramificaciones que podrían estremecer a la clase política priista del pasado sexenio.

Y hay sin duda abogados que buscan ser famosos: se me ocurre como ejemplo de esto la meteórica rapidez con la cual apareció en estos días Enrique Carpizo Aguilar, quien se presentó como “un simple ciudadano” al plantón de los policías federales inconformes en el Centro de Mando en Iztapalapa y a las pocas horas salió de ahí como “asesor legal” de ellos. Convencer a cerca de quinientos de quienes protestan por su integración a la nueva Guardia Nacional es un mérito inédito y ciertamente que le dará fama. Me pregunto qué pensaría de esto su finado tío, don Jorge Carpizo McGregor -quien, coincidencias del Derecho-, fue el Procurador que ordenó la consignación y obtuvo la aprehensión de varios de los involucrados en el caso Braun Díaz, aquel que “encumbró” a Enrique Fuentes León.

Todas estas historias se parecen en algo a esa canción de los Cadetes de Linares. La diferencia es que los pistoleros de fama suelen morir de manera violenta; los abogados famosos fallecen en sus camas y sin mayor sobresalto. Dicen que así ocurre en la frontera: mueren los hombres, sobreviven los bandidos. Pero es una simple canción. Tampoco hay que tomarla tan al pie de la letra.

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