En 1963 fue publicado el libro “The Fire Next Time” (La próxima vez el fuego) un ensayo lleno de furia e inteligencia escrito por James Baldwin, un literato afroamericano. Baldwin reflexiona y pregunta –se cuestiona, nos interroga: esa son las virtudes del ensayo- en dónde están las raíces del “problema racial” de Estados Unidos. Evidentemente, al no existir “razas” humanas, debemos concluir que el problema es cultural y étnico; también económico. Un problema que lleva por nombre “discriminación”. Pero ese año fue asimismo uno de los más significativos en el movimiento de los derechos humanos estadounidense: el año del famoso discurso de Martin Luther King “I have a dream”. King, a los pies del monumento al gran emancipador Abraham Lincoln, declaró sin titubeos –pues lo suyo fue un discurso, no un ensayo- que era posible soñar a Estados Unidos como un país que conociera la paz entre las distintas etnias que lo integran y, por añadidura, ese sueño podría fabricarse en el mundo real. Baldwin toma parte de ese entusiasmo, pero con matices.

Titubear es virtud y maldición del ensayista. James Baldwin no está muy seguro de que la armonía entre blancos y afroamericanos sea la solución asequible. Deseable sin duda: posible… eso ya era otra cuestión. Apela al sentido común del estadounidense promedio y escribe: “Si nosotros –y me refiero a los blancos relativamente conscientes y a los negros relativamente conscientes, que deben, como los amantes, crear conciencia de los otros- no vacilamos en nuestro deber ahora, podemos ser capaces, aunque seamos un puñado, de acabar con la pesadilla racial y cambiar la historia del mundo”. Leamos cómo el párrafo de Baldwin avanza y trastabilla al mismo tiempo; pues de otra manera no se explica su llamado a los “relativamente conscientes”, que en si mismo es un término afeado por el adverbio y que planea por la zona gris de la indecisión política. Pero Baldwin desea poder creer que la no violencia y el activismo político-electoral podrían arrojar a la fosa común de la historia al racismo sureño estadounidense. Que el litigio estratégico que permitió la integración de las escuelas públicas en los estados de la vieja Confederación lograría un cambio de conciencia y cultura. Que el Ku-Kux-Klan sería derrotado por el despertar de las buenas personas, como quien se incorpora luego de una pesadilla y abre de inmediato las cortinas de su habitación para que entre la luz del sol.

Baldwin por supuesto tenía razón en tener la duda que expresa en su ensayo. No puede olvidar que el problema es más grave que la simple voluntad de los “relativamente conscientes”. Hay un tema estructural en la violencia desatada en contra de los afroamericanos. De esa violencia nacieron los asesinatos de Martin Luther King, apóstol de la lucha pacífica; pero también el de Malcom X, el insumiso líder afroamericano que apoyaba la lucha en todo sentido, incluso violenta, para liberar a los afroestadounidenses. Estos fueron los fuegos que incendiaron varias ciudades del vecino del norte; son las llamas de los disturbios y motines de Los Ángeles, Harlem, Detroit, Chicago, durante los años transcurridos desde la década de los sesenta del siglo XX hasta nuestros días.

Ta-Nehisi Coates, otro ensayista heredero de las preocupaciones de Baldwin, ha tratado de explicar por qué los “relativamente conscientes” no lograron acabar con la pesadilla de la violencia étnica y la discriminación. El sistema –ese leviatán de muchos rostros poderosos, que van desde el viejo sureño que guarda la capucha del Klan en el armario hasta el magnate de los bienes raíces que proclama el odio racial desde la Casa Blanca, ambos bien financiados por empresas ancladas en lo más profundo del sistema capitalista estadounidense- , ese sistema que niega créditos a los afroamericanos para comprar una casa decente, incluso si tienen los medios para pagarla; o que les da entrada al financiamiento más usurero y nocivo posible, para que terminen por perder su vivienda. Ese sistema que permite la venta de drogas duras en los guetos donde viven las minorías étnicas y se hace de la vista gorda ante el trasiego de armas entre las bandas de narcotraficantes que operan en los mismos. El sistema que impone la dura ley al pobre y tutela al rico; es decir que encarcela al afroamericano y solapa al blanco anglosajón. Ese sistema vertical, cruel, insensible, que se alimenta del dolor y los dólares de la industria de armamentos, de las guerras internas y externas que sigue luchando Estados Unidos de América.

“Dirán que exagero”, escribió James Baldwin y lo repite con otras palabras Ta-Neishi Coates, cuando relató cómo los afroamericanos fueron perseguidos en Tulsa, Oklahoma, en 1921, y masacrados por bandas de facinerosos blancos –con el beneplácito de las fuerzas del orden- porque osaron ser prósperos y libres en dicha ciudad. “Dirán que exagero”, parece decir Coates en su ensayo de 2014,“The Case for Reparations” (El alegato a favor de indemnizar) cuando sigue la pista de una familia, los Ross, desde que el patriarca, Clyde Ross, nacido un año después de la masacre de Tulsa, se abrió paso en un sur que lo discriminó hasta el punto de robarle su patrimonio y expulsarlo al norte, a Chicago. Ahí no había leyes que sojuzgaran al descendiente de los antiguos esclavos traídos de África; pero había agiotistas que vendían casas a las minorías étnicas vía financiamientos abusivos, en zonas mal urbanizadas y con problemas de servicios públicos básicos. Y aun así los Ross prosperaron. Pero luego de perder su pequeña granja en Clarksdale, Mississippi, a manos de sus vecinos blancos que los hostigaron hasta la ignominia de malbaratar sus cuarenta acres, un puñado de cerdos, dos o tres vacas y la sempiterna mula, tan humilde como ellos. Prosperaron a pesar de que los tribunales del norte no quisieron anular los contratos leoninos con los cuales adquirieron, tras muchas penalidades, su casa en el suburbio de Chicago llamado North Lawndale; en la ciudad más importante de Illinois no andaban sueltos los encapuchados del Klan, quemando cruces y linchando afrodescendientes. Pero estaban los corredores de bienes raíces y los bancos, que se empeñaban a “mantener al negro en su lugar”, en negarles acceso al crédito barato, en sitiarlos con reglamentos y triquiñuelas legales en la periferia de la vida estadounidense.

Los Ross incluso han sobrevivido a la “epidemia” de crack que se ensañó en los guetos urbanos de Chicago. Ahora North Lawndale es una tierra de nadie, peligrosa, una ciudad perdida. Poco importa que Clyde Ross haya luchado contra el imperio nipón en Guam, que se esforzara en pagar el injusto financiamiento al que tuvo que someterse para comprar su casa. Él sigue ahí, de pie, como esos árboles que resisten las inundaciones del Mississippi sin doblarse ante la crecida de las aguas. Por terquedad o simplemente porque se han ganado su lugar. Porque esa es su tierra y se resisten a irse, como salieron de Clarksdale. Porque al final eso es lo que hacemos los seres humanos “relativamente conscientes” cuando el Sistema nos trata de patear en el trasero. Resistir. Organizarnos. Luchar. Encender un fuego el cual, con suerte, puede convertirse en incendio.

Dirán que exagero, pero la lucha de los afroamericanos me recuerda a la lucha de las mujeres en nuestro país, en todo el mundo, que se niegan a caer en silencio ante la violencia que las acosa. Que salen y con rabia hacen marchas, con furia –acaso con torpeza, sin un plan político- pintarrajean monumentos, insultan, patean. Porque lo suyo no es un par de casos aislados de feminicidios: es el Sistema el cual pretende anularlas. Expulsarlas no a un gueto, sino de su propia existencia. Negarles no cuarenta acres en el Mississippi, sino su naturaleza humana. Y encienden fuegos que podrían ser incendios, porque no tienen planeado irse sin luchar. Acaso porque se sienten acorraladas. Y solas.

Hagamos un ejercicio y parafraseando a Baldwin, tomemos ese párrafo de su ensayo, para hacerle unos pequeños cambios:

“Si nosotros –y me refiero a los hombres relativamente conscientes y a las mujeres relativamente conscientes, que deben, como los amantes, crear conciencia de los otros- no vacilamos en nuestro deber ahora, podemos ser capaces, aunque seamos un puñado, de acabar con la pesadilla de la violencia contra la mujer y cambiar la historia del mundo”

Pueden decir que exagero. Yo creo que no.

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