Antes de iniciar esta colaboración diré brevemente que el principal problema de Irán en los últimos setenta años no es en absoluto interno. El principal problema de los iraníes es Estados Unidos de América. Procuraré explicar esta afirmación a lo largo de este texto.
La antigua Persia, a diferencia de su vecino Irak, no es un estado construido por la nigromancia diplomática occidental. La caída del imperio otomano provocó, a finales de la Primera Guerra Mundial, el surgimiento de pequeños estados vasallos y protectorados de las potencias europeas que “ganaron” la contienda bélica. Y pongo en duda que alguien pueda ganar una guerra total, mecanizada, del todo. Simplemente, como las peleas de boxeo entre púgiles del mismo peso y destreza, gana quien sobrevive, aunque apenas y pueda tenerse en pie.
Así nacen Jordania, Siria, Irak, Líbano y las petromonarquías del Golfo Pérsico: como pretextos territoriales dibujados a toda prisa en alguna oficina de Londres o París, con el beneplácito expreso o tácito de la Casa Blanca. La Segunda Guerra Mundial provoca el surgimiento del nacionalismo árabe y de una lucha por la autodeterminación, así como el inicio de las guerras que darían pie al surgimiento del estado de Israel, el cual aplastó la oposición árabe-palestina (con ayuda de las potencias occidentales, en particular de EUA) en sucesivos conflictos armados.
En toda esta dinámica sangrienta, Irán intentó crear una democracia funcional, a través de la elección del primer ministro Mohammad Mosaddeq, quien de manera valiente siguió el camino del general Lázaro Cárdenas y expropió la riqueza petrolera iraní el 20 de marzo de 1951; lo cual significó un golpe que encajó mal la industria británica. Los servicios secretos de la Gran Bretaña iniciaron, siempre prestos a defender los intereses de sus capitalistas, una campaña de desestabilización contra el gobierno iraní; Mosaddeq respondió a dicha injerencia rompiendo relaciones con Londres y expulsando a sus diplomáticos. Gran Bretaña volteó a ver a Estados Unidos y maniobró para que la CIA y el presidente Eisenhower compraran el embuste de que el primer ministro de Irán era comunista. Luego vino la historia de siempre: la inteligencia estadounidense patrocinó un golpe de estado que reinstaló al Sha de Irán en el trono de la vieja Persia. El experimento democrático iraní fue ahogado a sangre y fuego para proteger los tratos preferenciales de los que gozaba la industria depredadora petrolera occidental.
Una vez que en 1953 la CIA y el MI6 completaron su ataque subrepticio e instalaron al dictador pro-occidental Mohammad Reza Pahlavi, éste encabezó una dictadura famosa por su crueldad: los manuales de tortura ejecutados por la temida policía secreta del Sha –redactados por los servicios secretos que auparon a Reza Pahlavi al poder- dan cuenta del carácter del régimen que fue derribado por la revolución islámica el 19 de enero de 1979. El “rey de reyes”, último de la dinastía Pahlavi –que decía descender de aquellos míticos constructores de Persépolis, la fabulosa ciudad destruida en una noche de copas por Alejandro Magno- tuvo que salir por piernas cuando ni todo el apoyo de EUA lograron mantenerlo en su trono. Terminaría paseando como alma en pena, yendo y viniendo entre Acapulco y El Cairo, repudiado hasta sus últimos días por la población de Irán.
¿Sería lícito pensar que la victoria del Ayatola Ruhollah Jomeini en buena medida fue auspiciada por la siniestra caída de Mossadeq? Me parece válido decir que sin duda el derrocamiento del primer ministro electo democráticamente electo abrió una herida en Irán. El agravio histórico de no poder decidir libremente su destino y forma de gobierno galvanizó a los más radicales, a los religiosos, que instauraron la República Islámica Iraní luego del desgobierno del Sha. E identificaron a su enemigo: el “Gran Satán”. Estados Unidos de América. No les faltaba razón en su recelo. De ahí a la toma de la embajada estadounidense y la crisis de los rehenes de 1979 no había mucho trecho que recorrer.
Estados Unidos decidió asumir el papel de “Gran Satán” y armó con esmero a Irak, en aquellos años gobernado por Saddam Hussein –quien terminaría por convertirse en el “pequeño Satán” de los estadounidenses-; La guerra entre Irak e Irán es una de las más cruentas de la segunda mitad del siglo XX –centuria donde no faltaron contiendas armadas crueles-: ataques químicos, trincheras, zonas agrícolas devastadas, instalaciones petroleras atacadas una y otra vez, oleadas de jóvenes de ambos bandos pobremente armados siendo segados por las ametralladoras. El sueño persa convertido en pesadilla por ocho largos años: el infierno adyacente al lugar donde, según los textos sagrados del Islam, el cristianismo y el judaísmo, se alzó alguna vez el Jardín del Edén.
Pero EUA no logró derrotar de manera total a los ayatolas; Saddam Hussein, envalentonado por un empate técnico decidió morder la mano de su amo estadounidense e invadió Kuwait. El resultado ya lo conocemos. Irak se convirtió en todo, menos en nombre, en un protectorado occidental, particularmente estadounidense. Irán resistió la embestida e incluso prosperó.
Hubo una oportunidad, perdida, para que el “Satán” estadounidense y la República Islámica de Irán hicieran las pases: justo después de la caída de las Torres Gemelas, aciago símbolo del siglo XXI, la OTAN y EUA se aliaron momentáneamente con Irán a fin de provocar la caída de los talibanes de Afganistán –con quienes los iraníes tenían roces fronterizos que estuvieron a punto de desencadenar un conflicto armado entre Kabul y Teherán-. El general estadounidense Tommy Franks y el mayor general Qasem Soleimani planearon la toma de Herat, bastión de los talibanes, con éxito. Esa pequeña “primavera” que se antojaba deshielo fue destruida por el empecinamiento del presidente Bush jr. en llamar a Irán “parte del eje del mal”. A partir de 2002 las relaciones entre Washington y Teherán sólo siguieron empeorando: se reanudaron las sanciones, hubo intentos claros de parar en seco el programa de energía nuclear iraní, vía la diplomacia, la presión comercial o las acciones encubiertas de EUA y de Israel; Irán y el estado israelí se enfrascaron en una guerra asimétrica por el control del Medio Oriente. Luego vendría la guerra civil de Yemen, donde Irán mediría fuerzas con otro de sus grandes rivales regionales: Arabia Saudita.
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca no ha hecho sino recrudecer la enemistad manifiesta entre los gobiernos de EUA e Irán. Y Soleimani, el “general de las sombras”, gran artífice de la derrota del mal llamado Estado Islámico, estratega que logró mantener en el poder a Bashar Al- Asad, acabaría por ser asesinado en una operación sancionada gracias a la estulticia de un Trump fuera de si, acorralado por el fantasma del impeachment.
Mientras escribo estas líneas Irán acaba de lanzar un ataque con misiles tierra-tierra contra bases estadounidenses en Irak. La OTAN no parece tener estómago para otra guerra en Medio Oriente y está dejando solos a los estadounidenses. Rusia, gran aliada de Siria –estado en la órbita de Irán- y China –otro país que compra hidrocarburo iraní al mayoreo- parecerían estarse decantando por apoyar a Teherán, sin descartar que por lo pronto abogan por una salida negociada a esta crisis. Y por su parte las petromonarquías han mantenido un callado proceder que dista mucho del apoyo entusiasta que acaso Trump esperaba de ellas. Los sauditas sobre todo parecen cautos, acaso demasiado, en su apoyo a EUA. Sólo la Gran Bretaña, manchada aún con la afrenta histórica de la caída de Mossadeq y cada vez más sola ante el Brexit, ha vitoreado el asesinato de Soleimani y el criminal desparpajo de Trump. Vaya, ni siquiera Nancy Pelosi, líder de los demócratas en el congreso estadounidense, ha mantenido silencio en su crítica a este despropósito nacido del afiebrado que pernocta en la Casa Blanca. Por lo regular los políticos de EUA suelen hacer frente común en crisis internacionales, olvidando las luchas partisanas. Pero estos no son tiempos comunes en la república imperial del Potomac.
Así que insisto: el problema de Irán, al menos uno de los más graves, no está dentro de sus fronteras. Y mientras Estados Unidos de América no decida dejar de jugar a ser el “Gran Satán”, la escalada de violencia en la antigua Persia seguirá su tétrica marcha.