El agua tibia tocaba mi piel, estaba a punto de tomar el shampoo para embadurnarme la cabeza y de pronto me pregunté: “¿por qué me estoy bañando en domingo?”. Habitualmente, el séptimo día de la semana, lo aprovecho para descansar un poco, desentenderme de ciertos temas, romper la rutina y andar en fachas lo más que pueda; pero esta vez, por inercia, muy temprano, ya estaba arreglado, como si tuviera que hacer algo muy importante.
Entendí que es otro más de los efectos de una cuarentena tan extraña como el propio coronavirus: los días saben igual, las dinámicas laborales se han reconfigurado, el hogar es el sitio más seguro, pero a la vez, ya el más monótono al grado de sentirlo una prisión.
Y por eso hay quienes se quejan y retan al destino saliendo de casa porque al final: “de algo nos vamos a morir, ¿no?”, sin entender que eso llamado Covid-19, puede no hacernos daño directamente, pero sí a las personas a quienes les llevamos el virus en forma de un abrazo, un beso, una caricia, una simple visita amistosa; nos hemos convertido en un montón de caballos de Troya.
Ir al banco, se entiende; comprar alimentos, se entiende; caminar un poco en alguna calle medio vacía, se entiende, a veces por salud mental, es necesario; pero uno no comprende las noticias de fiestas clandestinas donde decenas o cientos de personas corren urgidas a empinarse un vaso con alguna mezcla alcohólica; “la vida no vale nada”, porque en la autocrítica, duele aceptar que, en algún grado, ya todos hemos sido imprudentes, o a lo que llaman “covidiotas”.
Y más duele la imprudencia cuando la tragedia te toca: ayer me enteré del fallecimiento de un hombre al que yo llamaba “el Camarada Lázaro”, padre de una amiga, prácticamente hermana, a la que no puedo abrazar, no puedo besar, no puedo decirle de frente cuánto la amo y lo mucho que me duele su dolor precisamente porque no debemos hacerle un favor al coronavirus sirviéndole de vehículo para que penetre en los más hogares que pueda. Sirvan estas líneas, para que sepas lo mucho que me apena no ser más que mensajes de apoyo por el teléfono.
Por algo han de existir los refranes y por eso es tan famoso aquel que dice: “nadie experimenta en cabeza ajena”; ¿qué será que esos que no tienen ningún cuidado no sienten dolor ante tantas historias que inundan el mundo, de gente que sufre, de gente que no puede, de gente que batalla en una cama de hospital mientras sus familiares padecen afuera de las clínicas esperando a que se mejore?
Mira que por algo existen las teorías, y si algo nos muestra el coronavirus es porque Pavlov y sus perros son tan famosos en el campo de la psicología conductista: “Quédate en casa, quédate en casa”, repetía como loro el subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López-Gatell; “Quédate en casa, las hospitalizaciones están subiendo en la Ciudad de México”, dijo en repetidas ocasiones la Jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum; pero no: salimos de casa, inundamos el Centro de la Ciudad, las calles, las avenidas, las plazas, los mercados, los tianguis; normalizamos una pandemia que no cedió porque al final, así solita, no tenía por qué hacerlo.
Mira que somos canallas; muchos se preguntaban por qué no había semáforo rojo en la capital del país, pero seguían saliendo, como el defensa que se barre una y otra vez hasta que lo expulsan y le marcan penal; no tenemos ni idea de lo que es la prevención, y como los perros de Pavlov salivaban con las campanas, hasta que nos pusieron la alerta roja, otra vez decidimos que mejor sí, había que meternos a nuestras casas. ¿De verdad nuestra mente es tan básica?
Todavía recuerdo cuando, antes de la pandemia, mi madre se aburría de estar en casa y se quejaba de ello; ahora, apenas me dijo: “Ay, yo prefiero estar encerrada, mejor así”; pero le veo los ojos llorosos y sé que lo dice con miedo, con respeto a un virus que ya no la deja ni ir a gusto al tianguis o a ver a sus hermanas, una de las pocas distracciones que le quedan más allá de los entretenimientos de siempre en la televisión.
Me duele ver a mi padre como de viernes a domingo sale por la mañana para ir a su empleo, porque es difícil que un hombre que ha trabajado desde los seis años, se quede quieto; cuando no hace algo se aburre, “neurosis dominical”, yo mismo le he diagnosticado. Cuando cierra la puerta a sus espaldas y se marcha, siento como si jugara a la ruleta rusa contra ese Covid desgraciado, tan diminuto que no podemos ponerle la paliza que quisiéramos.
Ya casi se acaba el año y muchos vamos a odiar el 2020: unos lo recordaremos como el año que perdimos, otros como el año en el que perdieron todo; nunca había pensado tanto antes de salir de casa si era necesario hacerlo; ahora cuando se me antoja pisar afuera, me detengo y reflexiono tantas cosas y me pone triste el saber que no volveremos a ser los mismos.