Lo que debió ser una definición de solidaridad, justicia y dignidad pública; se ha convertido en una rancia discusión leguleya. Se trata de la Ley de Remuneraciones de los Servidores Públicos que la cuarta transformación ha impulsado y sus efectos sobre la nomina del poder judicial, en concreto, de los jueces y magistrados, quienes han decidido enfrentar a la opinión pública para defender sus elevadísimos sueldos y prestaciones.
Después de que la Corte acordó suspender la aplicación de esta norma, el máximo tribunal del país ha vuelto a rasgar el velo de “autonomía” e “imparcialidad” que tiene de fachada, para develar su verdadero rostro.
No es la primera vez que esto ocurre y que se desatan intensos debates filosóficos sobre el significado de la justicia y la ley. En octubre de 1998 ocurrió un infortunio cuando la Suprema Corte declaró “legal” a la injusta capitalización de intereses que practicaba la recientemente rescatada banca mexicana, asestando un golpe brutal a los deudores y poniéndose del lado de la usura.
Pese a que no debiera ser extraño para los mexicanos este tipo de desencuentros entre el más elemental sentido de justicia y las definiciones que toman los órganos encargados de aplicar la ley, en el caso de esta discusión llaman la atención un par de aristas.
La primera de ellas es que algunas “buenas conciencias”, esas que han dicho que la “república esta en riesgo” y que advierten sobre riesgos “antidemocráticos” en el gobierno de López Obrador, se llaman a la admiración y a la sorpresa por el debate entre poderes; olvidando -con una mala intención- que en una república democrática la discusión entre pares es natural, válida y bienvenida; y que el derecho de expresar opiniones no admite puntos ciegos o sectores intocables.
Adicional a ello, se reabre el debate sobre el alcance de la democracia y los efectos de la elección histórica del pasado 1 de julio en la que los ciudadanos acudimos a entregar una mayoría contundente al nuevo gobierno. Quienes pregonaron durante el proceso electoral que había un exceso de privilegios en la clase política, incluyendo ahí a los altos funcionarios del poder judicial, recibieron un mandato para que esto cambiara. El pueblo ejerció su soberanía.
Frente a este hecho, los magistrados han invocado la supremacía de su derecho adquirido que impediría que se les reduzcan los sueldos y prestaciones por su trabajo y pretenden, bajo ese principio, resguardar su condición laboral. Sin embargo, la ley y el estado, como diría Locke, “no están enderezados a otra finalidad que no sea la de la salvaguarda, y no pueden, por esa razón, poseer el derecho de empobrecer deliberadamente a sus súbditos”; por lo que cualquier principio legaloide que rompa este sentido básico del estado, pone en entredicho la viabilidad social de la norma que lo contradice.
Colocándose por encima de lo que fue una clara determinación popular, los magistrados pretenden erigirse como soberanos, como precedentes del mismo pacto social; sin embargo, rescatando al mismo Locke, “continua habiendo en el pueblo un poder supremo para deponer o alterar al Estado cuando se considera que este es contrario a la tutoría que se le ha confiado; todos los poderes que se le conceden a la tutoría para lograr un fin, quedan limitados a este fin, y cuando este fin ha sido manifiestamente descuidado o bien opuesto al que se pretende, entonces la tutoría pierde su derecho.