Perdonar es un acto difícil de entender para el orgulloso; para el taimado un recurso barato. Pero cualquiera con una brizna de ética sabrá que perdonar a ratos es el único camino para la concordia. Quien pide disculpas no siempre se humilla, pero sí reconoce que su actuar fue indebido. Humildad que no espera comprensión ni aplausos. Sospecho que no pocas veces pedir perdón sin la esperanza de que se nos otorgue es el acto supremo de mansedumbre. Asimismo, otorgar el perdón al transgresor que sabemos equívoco -malicioso, no arrepentido- es una proeza de la voluntad.

La justicia alternativa y la mediación en materias tales como la impartición de justicia penal, o la familiar, buscan la conciliación y por lo tanto buscan el perdón. Muchos crímenes se evitarían si las partes en conflicto tuvieran un momento de sosiego y se vieran en el espejo del otro. Demasiadas familias infelices -de esas que, según Tolstoi, lo son a su muy particular e irrepetible manera- encontrarían si no la paz, al menos una salida al laberinto judicial de intestados y divorcios interminables.

El perdón entre los individuos es un camino arduo; entre las naciones es una escarpada avenida llena de barrancos legales y agravios históricos. Y la nación, ese triste invento del siglo XIX, es proteica: un siglo pasa y esa “nación” ya es irreconocible; o las víctimas han cobrado venganza, acumulando más motivos para el encono mutuo. Veamos el caso de Francia y Alemania: para nacer, Francia procuró que Alemania naciera desarticulada, infestada de pequeños principados en guerra constante, lacerada por el odio religioso durante la infausta Guerra de los Treinta Años. El Derecho Público Internacional, aquel que estudia a los Estados y países como entes interdependientes e “iguales”, nace con la Paz de Westfalia, es decir al final de la reyerta religiosa que destruyó la idea de unidad alemana. De esa contienda nacería una Francia centralista, fuerte, imperial: moría aparentemente una Alemania. Pero al paso de los años renace la idea de una patria alemana unificada. Su parto ocurre gracias a la derrota francesa de 1871. Prusia acaudilló a todos los reinos de habla alemana -salvo Austria, también humillada por los prusianos- y dio su vida para que volviera a la vida el Reich o imperio alemán. Francia dolida, mancillada, despojada, no olvidó ni perdonaría a la joven -y vieja- Alemania. La Primera Guerra Mundial le dio a Francia su tan anhelada venganza. Pero sembró las semillas del contraataque alemán. La “extraña derrota” vivida por la patria de los galos en la Segunda Guerra Mundial, como la entendió el excelente historiador Marc Bloch (quien moriría fusilado por los nazis) dejó a Francia exánime. Pero al final victoriosa, pues Alemania terminó siendo arrasada por los Aliados. ¿Le sirvió a Francia en algo la derrota alemana? Sí, para evitar la propagación del terror negro de los hitlerianos; no, porque fue una victoria pírrica: Francia perdería su imperio, quedaría huérfana de ideas con relación a su nacionalismo, desconfiando de la democracia parlamentaria, en ruinas morales y físicas.

Francia y Alemania, como dos viejas desdentadas que han tenido que enterrar a millones de sus hijos e hijas, con los muros destechados y su herencia teñida en sangre, tuvieron al final que apoyarse la una a la otra. Su perdón y reconciliación dieron vida a la Unión Europea. Podemos criticar a la actual Europa en muchos aspectos: su manejo ante la guerra de Siria, su ambivalencia ante el Brexit, su arrogancia frente a los migrantes africanos, su debilidad para poner coto a los delirios expansionistas de la Rusia de Putin. Pero no hemos tenido guerras europeas que hayan mutado en conflagraciones mundiales. La paz reina en Europa -no la paz de los sepulcros que anhelaban las potencias del Eje- una paz que ha dejado pobres, sí, pero también prosperidad. Hay un modelo alterno de bienestar social en el mundo, distinto al estadounidense -que está de rodillas- y al chino/oriental -tan desdeñoso del individualismo y los derechos del hombre y del ciudadano-; ese modelo es el de Europa. Y nació de la pacificación de la frontera franco-alemana, del perdón. Acaso también del olvido.

El “Derecho de Gentes”, es decir, el Internacional Público, propone que la diplomacia y los tratados internacionales son las mejores herramientas para la convivencia. Esto no implica perdonar, pero sí ceder; tampoco olvidar, pero sí negociar. Se dialoga con el viejo enemigo para convertirlo si no en amigo, al menos en un vecino pasable; acaso en un aliado o socio. El que los soberanos o jefes de Estado pidan perdón por actos cometidos en el pasado parecería reforzar la idea de que vivimos tiempos distintos, más éticos, donde los Estados no son entes maquiavélicos, sino que tienen un código axiológico, una deontología en su actuar político. Es una evolución del Derecho Internacional Público. Los países tienen, después de todo, un alma. Y un propósito “bueno”, si son capaces de pedir perdón.

Pero ¿hasta dónde llega el imperativo ético-moral de pedir perdón? Si la ofensa ocurrió hace mil años: ¿es indispensable pedir perdón? Hace mil años los sarracenos atacaron el puerto de Narbona. ¿Debe Francia exigir disculpas a todos los países árabes que no existían en el año 1019 de nuestra era?

Posiblemente mil años son demasiados años para el perdón, porque ya hay olvido de las atrocidades de entonces. Entonces quitemos siglos a nuestro reloj ético. Hace más o menos quinientos años Hernán Cortés y un grupo de aventureros, sacerdotes, aliados indígenas y esclavos africanos iniciaron lo que sería la conquista del imperio azteca. ¿Cabe el perdón y el olvido ante tales hechos?

Mi parecer al respecto parte de la naturaleza del Derecho de Gentes, pero no del todo. La Iglesia Católica, tan cuestionada con justa razón por sus excesos de antaño y las transgresiones sexuales de muchos de sus sacerdotes ahora, ha pedido perdón por los crímenes que solapó durante la época donde América era parte de los imperios europeos. El Papa Juan Pablo II lo hizo en Santo Domingo, en 1993; el actual pontífice vaticano lo hizo en Bolivia en el año 2015 y lo reiteró en San Cristóbal de las Casas en el 2016. ¿Por qué no lo haría España? En parte, y esto lo digo como jurista, porque España es un invento moderno: no había “España” en el siglo XVI. No hay continuidad dinástica: el heredero del trono de San Pedro en Roma puede hablar de unidad histórica del papado y la Santa Sede; el actual rey -que no gobernante- de España, Felipe VI, no es heredero directo de los Reyes Católicos ni hay continuidad del mismo ente estatal.

Con ese argumento, leguleyo o exacto, como ustedes lo vean, sería fácil para la actual España escurrir el bulto. Pero como cristiano pienso esto: ¿es el perdón y la reconciliación indispensables para que los actuales pueblos de Hispanoamérica y España -también Portugal, ya entrados en esta dinámica- tengan una relación de iguales, cordial, pacífica? Algunos pensarán que sí; otros pensamos que no es necesario.

Pero no podemos olvidar. En este caso no creo que el perdón, sincero o interesado, sea relevante: pero la memoria sí lo es. Yo no ofrecería ni demandaría disculpas por lo ocurrido hace quinientos años; pero sí merecemos un relato -como atinadamente dijo el presidente López Obrador- mutuamente respetuoso. Somos todos nosotros, países Iberoamericanos, hijos de una familia. Triste, como las de Tolstoi, pero al final parientes y hermanos. Nos debemos esa narrativa en común. Estamos en deuda con la historia. Busquemos construir y reconstruir el pasado para escalar la rocosa montaña de nuestra desconfianza mutua. Sin perdedores ni vencidos.

Se atribuye a Francisco de Vitoria, el primero en cuestionar la base moral de la conquista europea de América, la frase “El hombre no es el lobo del hombre, sino hombre”. Me parece sospechosa la atribución, habida cuenta que se parece al famoso aforismo de Thomas Hobbes, quien lo escribiera más de cien años después de la muerte del famoso filósofo y teólogo castellano. Pero me parece acertada para cerrar el debate que tenemos en nuestros días con España: sí, los lobos no piden disculpas por su actuar. Pero tampoco tienen memoria. Los hombres no somos, no deberíamos ser, lobos. Ni olvido ni perdón: memoria compartida. Y eso nos dará paz.

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