El trabajo en casa no es ninguna novedad: los escritores trabajan en sus hogares, así como algunos artesanos -después de todo, el de las letras es un oficio- y las amas y amos de casa trabajan desde sus respectivos hogares. ¿Para qué entonces tanta alharaca en torno al “homeworking”, recientemente legislado y reconocido como fenómeno laboral en México?

Hagamos un poco de historia: una de las primeras viviendas de la Ciudad de México, construida luego de la conquista española de la vieja Tenochtitlán, es una casa en la calle de Manzanares número veinticinco, en el histórico barrio de La Merced, que servía tanto para se bodega, habitación y talleres de una familia -o de un grupo de artesanos unido por lazos familiares- formando al parecido al “calpulli”, o unidad básica de producción prehispánica. La casa de Manzanares sorprende porque es un híbrido: hace 450 años alguien decidió construirla siguiendo la organización azteca, pero con materiales y arquitectura europea. El trabajo indígena, a pesar de la hecatombe que significó la llegada de los españoles, se adaptó. El ser humano tiene esa cualidad: adaptarse y tomar lo que le beneficia de lo nuevo, sin modificar del todo sus antiguos usos y costumbres.

A lo largo de la historia, el trabajo en casa fue la norma y sólo a la llegada de la revolución industrial se creó la idea de tener una fábrica -más que un “taller de talleres”, toda una nueva concepción de la transformación de materia prima para la producción de bienes- y de un lugar que agrupara a los profesionistas que habían sido independientes para aprovechar sinergias y logísticas: los edificios de oficina, conglomerados de abogados, contadores, arquitectos, ingenieros y todas aquellos que ejercen profesiones “liberales” que antes tenían sus propios despachos o pequeños recintos. O trabajaban desde sus casas.

Ahora que vemos los despojos y consecuencias de la revolución industrial: no sólo por la contaminación y el calentamiento global, de impredecibles y funestas consecuencias para el hábitat de la Tierra; también vemos que en realidad ya no resulta del todo conveniente agrupar a trabajadores “de cuello blanco”, esos profesionistas otrora independientes, pues los costos de traslado, energía, carburante y la congestión vial de nuestras avenidas resulta contraproducente. Y por otra parte otra revolución, la digital, ha convertido nuestras economías en un conjunto de procesos de sector terciario; de servicios aplicados y nuevas tecnologías. No es que se haya abandonado la manufactura, sino que han surgido tecnologías disruptivas cuyos efectos han sentido no sólo los obreros de maquilas sino aquellos que realizan trabajos basados más en el intelecto y menos en el esfuerzo de sus músculos. Esta nueva economía asimismo se nutre de la manipulación de la información y datos a distancia. Si un abogado puede hacernos un contrato desde su casa, mandarlo para ser revisado por nosotros vía correo electrónico o alguna aplicación de mensajería desde su celular ¿para qué pagarle un cubículo en un edificio de oficinas estéril y hostil, a veinte kilómetros de su hogar? Y si requerimos consultarlo o bien solicitarle una modificación a dicho contrato ¿es indispensable hacerlo cara a cara, físicamente? ¿No podemos tener una videoconferencia con dicho letrado y que él o ella sigan trabajando en su casa, mientras nosotros -que podemos ser financieros o expertos en informática- hacemos lo propio desde nuestras residencias? ¿Para qué desplazarnos, si la ciudad se ha vuelto un páramo, las distancias con los atascos vehiculares son insufribles y en muchas ocasiones transportarnos en sistemas colectivos es peligroso o poco recomendable?

No nos engañemos: el teletrabajo no nace de una resurrección del humanismo en este siglo XXI; nace de nuestras carencias y de una actitud que permea el mercado laboral en esta centuria: el bajo costo. La eficiencia a ultranza, el “hacer más con menos”. Las empresas cada día ven con mejores ojos la deslocalización de sus prestadores de servicio, el hecho de tener “agentes libres” y no trabajadores a sueldo, el ahorro de desmaterializar sus oficinas -no más rentas ni construcción de edificios que pasan al menos ocho horas sin ocuparse- para trasladar ese costo al empleado. La precarización laboral es la norma. Que ello implique ventajas para el trabajador -cero tiempos de traslado, salvo para imperativos legales o juntas presenciales, mayor flexibilidad de horario, acaso “tiempo de calidad” con la familia- es un subproducto de un movimiento que no tiene una raíz humanista. No lo hace menos ni más amigable: habrá muchos que se vean beneficiados con el homeworking; otros que no sepan cómo compaginar su tiempo en casa, de ocio, con el laboral; que en suma no puedan equilibrar ambos ámbitos de su vida. Pero sin duda era y es necesario regularlo y como todo cambio en la historia del hombre como ente productivo, habrá un periodo de ajuste.

Regresando a la casa indígena-hispánica de Manzanares 25, en el corazón de la megalópolis mexicana: vemos como la adaptación provoca compromisos entre las nuevas maneras y las viejas formas. El coworking, con sus espacios agradables donde varios profesionistas o trabajadores independientes coexisten físicamente sin estar ligados al mismo patrón o cliente, conviviendo en un sucedáneo de oficina-cooperativa-comunal, es un camino intermedio. El teletrabajo o “trabajo en casa”, prescinde de ese compromiso. Es regresar a una suerte de calpulli tecnológico e informático: te vendo el fruto de mi trabajo, sin salir de mi taller-vivienda.

Evidentemente la supervisión del patrón, la vigilancia orwelliana que permite el entorno controlado de un moderno edificio de oficinas -donde los empleados en teoría “rinden más”- no puede darse en el teletrabajo. Pero ello no significa que existe la libertad del talabartero o ebanista de antaño; esa libertad preindustrial es tan ajena a nosotros como el cazador-recolector del Pleistoceno. Pero al menos con la reforma a la Ley Federal del Trabajo (LFT) mexicana los trabajadores que opten por el homeworking tendrán las prestaciones legales mínimas, la posibilidad de acceder a capacitación – ¿en línea? – seguridad social y a la igualdad de trato y salario con aquellos que estén encuadrados en trabajos idénticos o similares en la misma empresa. Estas modificaciones al artículo 311 de la LFT, así como la aparición del capítulo XII Bis de dicha ley, abren la puerta a tener trabajadores fuera del lugar tradicional del asiento de negocios de la compañía que los contrate. Y nivela un poco el campo de “juego” con aquellos que son realmente prestadores de servicio “freelance” que no tendrán, al menos no de sus patrones, prestaciones laborales al no ser considerados en estricto sentido trabajadores.

¿Se reestructurará la relación obrero-oficinista-patrón con el teletrabajo? Puede ser. Aunque hay una presión adicional que la LFT aún no contempla: la desaparición acelerada de trabajos ejecutados por humanos ante la robotización y automatización no sólo de procesos de ensamblaje, sino de labores “intelectuales” que se consideraban exclusivas de humanos, pero que ahora un sistema experto o de inteligencia artificial puede llevar a cabo.

Siguiendo el ejemplo del abogado que nos redacta un contrato, vayamos un paso más allá: ¿y quién necesita a un leguleyo de carne y hueso, si una aplicación de nuestro teléfono móvil nos puede redactar el contrato de compraventa que necesitamos, previo pago de una módica suma que se nos cargará a nuestra cuenta corriente o a nuestra línea de crédito?

En verdad: los tiempos de los artesanos que sobrevivieron a la entrada de Hernán Cortés a Tenochtitlán y que se adaptaron en la calle de Manzanares a ese cambio disruptivo llamado “conquista” son lejanos; y al mismo tiempo muy cercanos a nosotros.

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