Madre Tierra: su venganza.

La película de “¡Madre!” (2017), de Darren Aronofsky, tiene muchas interpretaciones: un thriller psicológico, una metáfora de las relaciones amorosas disfuncionales, la puesta en escena surrealista de la historia del cristianismo. Pero hay una interpretación que a mi me interesa: una parábola sobre la destrucción de nuestro ecosistema.

La civilización humana, inherentemente cruel, perpetra su peor crimen cuando se trata de su abuso a nuestra madre en común: la naturaleza. Una industrialización salvaje a nivel global, que se aceleró en el siglo pasado, ha provocado un desbalance en el clima mundial. Solo persona muy necias, como el señor Trump, presidente de Estados Unidos para desgracia de nuestros vecinos del norte, pueden atreverse a negar el fenómeno conocido como calentamiento global, uno de los tantos efectos de esto que algunos han llamado “Antropoceno”, la edad del hombre y sus efectos -casi todos nocivos- en la Tierra.

A las repetidas ofensas que hemos infligido a la Madre Tierra, hay que sumar cómo hemos envenenado los océanos: algunos científicos afirman que esta invasión de sargazo obedece a que los fertilizantes usados para mantener a la población mundial han entrado al ciclo del agua y por ende a los mares del mundo, provocando un incremento desmesurado de estos organismos que conocemos como sargazo. El sargazo no es nuevo: los primeros navegantes europeos ya se habían encontrado con él en su viaje rumbo a las nuevas tierras americanas; lo que sorprende es su crecimiento inédito.

Hace unos días los mexicanos nos despertamos con la noticia, estremecedora, de que la principal minera del país, Grupo México, lidereada por Germán Larrea, tuvo un derrame de ácido sulfúrico en su terminal de Guaymas, en el litoral del Pacífico. La Bolsa de Valores castigó ya a esta empresa, con una baja en el valor de sus títulos que en total reporta una pérdida de más de 16 mil millones de pesos. A pesar de que un personaje -casi un paria por su venalidad política- público como Gabriel Quadri haya salido a decir en los medios que el derrame es “insignificante” y de un volumen “intrascendente”, aduciendo que el verdadero problema es la “sobreexplotación pesquera”, es evidente que los analistas financieros, al parecer, son más conscientes de la ecología que el supuesto “ambientalista” Quadri, pues no minimizaron el vertido de más de tres mil litros de ácido sulfúrico. Recordemos el triste historial de Grupo México: hace cinco años la empresa permitió que 40 mil metros cúbicos de metales pesados terminaran en el río Sonora; en el estado de Guerrero siguen los reclamos de extrabajadores de la mina El Solar, controlada por dicho Grupo, siguen causando daños ecológicos al sistema hidrológico de la cuenca del río Balsas. En dicho estado el corporativo comandado por Larrea explota zinc, plomo y plata, incrementando su producción desde 2014, año en que las denuncias de los guerrerenses se recrudecieron.

La presidencia de la República ha sido clara en la necesidad de investigar lo ocurrido en Guaymas y aplicar el imperio de la ley, sin importar lo estratégico e importante -económicamente hablando- que resulta la industria minera para México; pero no podemos dejar de señalar que la ley nos da sanciones cuando el problema se ha salido de control: es menester pasar de la remediación de desastres industriales a su prevención antes de que ocurran. Esto afecta por supuesto a la seguridad laboral y a las medidas prudenciales y de mitigación de riesgos ecológicos; pero va más allá: a una verdadera cultura de bajar gradualmente la huella ambiental de la actividad humana en el planeta.

La construcción de un aeropuerto en la zona de Santa Lucía tendrá -así lo ha prometido el presidente López Obrador- un estudio de impacto ambiental. Es un requisito legal inevitable. Pero, aunque seamos muy cuidadosos y se cumplan todas y cada una de las medidas jurídicas, el ecosistema del Valle de México ya no soporta más abusos: debemos aceptar que nuestra dependencia en los viajes aéreos daña, que nuestra adicción a las grandes concentraciones urbanas en el altiplano central mexicano son en si mismas deletéreas al medio ambiente.

De ahí la importancia de descentralizar la Ciudad de México, optar por medios de transporte menos agresivos con la ecología -me pregunto si no sería mejor, en lugar de más aeropuertos, unir a las principales ciudades de México con trenes rápidos, a la manera europea- y lamentablemente, debemos imponernos políticas públicas draconianas para proteger a la madre naturaleza de nosotros mismos.

Si la película de Aronofsky nos enseña algo en su barroca alegoría visual es que la Tierra no nos necesita: el delicado equilibrio que permitió a los seres humanos convertirse en una civilización industrial puede romperse, nosotros fácilmente ante ese derrumbe nos extinguiremos. La Tierra, nuestra madre, puede barrernos de su faz, vengarse -o renovarse, si lo prefieren- y reiniciar el juego de la vida con otro ecosistema. La naturaleza puede renacer en millones de años. Nosotros no tenemos la dicha del tiempo: éste, como cualquier recurso natural a nuestro alcance, se nos está agotando.

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