El “Padre Whisky” y el teniente: Graham Greene en Tabasco.

De entre los viajeros ilustrados, no todos ilustres, que han visitado México, destaca el novelista inglés Graham Greene no por su amor a lo mexicano sino por lo contrario: su rabia, incluso odio, ante su experiencia mexicana.
Greene, miembro de esa curiosa estirpe de católicos británicos -una excentricidad en una isla de por sí famosa por sus paradójicos habitantes- llegó a México en 1938, ya los fuegos de la guerra cristera se habían apagado, no así sus consecuencias. Greene encuentra reprobable el legado de la Revolución particularmente en Tabasco: le parece grotesca la política del gobernador de dicho estado, Tomás Garrido Canabal, un jacobino que no hubiera desentonado en la Francia de Robespierre por su furibundo ataque a la iglesia católica. Greene condena la vorágine revolucionaria sin entender la historia de México: la enconada lucha entre poder laico y religioso iba más allá de la revuelta cristera; tenía sus raíces incluso en la misma formación del estado mexicano del siglo XIX y en la aberración esencial del segundo imperio, encabezado por Maximiliano de Habsburgo, donde la jerarquía católica se plegó casi sin disidencia a los dictados de los conservadores mexicanos.
La iglesia no buscaba realmente llevar al poder a Maximiliano por considerarlo un buen candidato a emperador. Lo que quería el alto clero era conservar sus fueros y propiedades a costa de debilitar al Estado. Y vieron una buena coyuntura para ello en la invasión francesa. Este actuar se repitió en el levantamiento armado que conocemos como guerra cristera, ya entrado el siglo XX. Y aunque el movimiento cristero fue, a fin de cuentas, traicionado por los prelados y jerarcas católicos, sus acciones tuvieron una reacción, igualmente violenta, en Tabasco.
Tomás Garrido Canabal, de quien Sergio Ramírez ha dicho que poseía un “laicismo exuberante”, fue gobernante de Tabasco de 1922 a 1926. Pocos años, pero muy intensos. En ellos inició algo que sólo admite ser clasificado como “purga” o “persecución” de religiosos, en especial católicos, en todo el territorio tabasqueño. A la manera de José Fouché en Lyon, destruyó o dañó edificios ligados al culto católico, formó un grupo de jóvenes conocidos como los “Camisas Rojas”, que compartían su celo republicano y extendió su influencia al cuatrienio de su sucesor, el gobernador Ausencio Cruz, para lanzar una gran “cruzada antirreligiosa”, en 1928, a fin de exterminar todo fanatismo y combatir el dogma católicos. Así, se intensificó el cierre de templos, se buscó el arresto de sacerdotes y se dio el decomiso de imágenes sacras. Para Canabal, Cruz y las “Camisas Rojas”, el culto católico era un vicio semejante al alcoholismo. De hecho, entre otras grandes acciones de gobierno, el cierre de iglesias sólo rivalizaba con la clausura de cantinas y cervecerías. Tabasco fue no sólo un estado laico, sino muy sobrio, en esos años de “Garridismo”.
Al final los vientos políticos cambiaron de rumbo: Plutarco Elías Calles, con quien Garrido Canabal tenía simpatías y afinidades claras, salió exiliado. Se fortaleció el liderazgo del presidente Lázaro Cárdenas quien tenía menos tolerancia a los excesos de las “Camisas Rojas” y buscaba una política de distensión y no de confrontación con la iglesia católica y sus feligreses -siempre y cuando la jerarquía de dicha denominación religiosa no hiciera labor de zapa al Estado nacional-; Canabal sufriría un atentado en 1926 y luego caería en desgracia en 1934, no obstante de haber estado en el gabinete del presidente Cárdenas, luego de un confuso incidente donde supuestos “Camisas Rojas” provocaron una zacapela en el centro de Coyoacán, en la cual murió una joven catequista a causa de una bala perdida.
Así las cosas, cuando Graham Greene, con todo su malhumor de escritor y espía inglés, deambuló por Tabasco, ya no estaba en el país Garrido Canabal, y su experimento político, de un socialismo a la vez inocente y salvaje, estaba casi difunto. Pero Greene, con un talento innegable de novelista, quiso ver lo que mejor le cuadró para formar con pericia literaria la leyenda negra de ese movimiento. De ahí nacen dos personajes casi arquetípicos que se persiguen en la novela “El poder y la gloria”, uno de los libros que Greene escribiría sobre nuestro país.
El sacerdote alcohólico, mujeriego, perseguido, que con una terquedad que el lector no sabe si es merecedora de mejores causas o propia de santos, se empeña en ejercer su ministerio de fe; el otro personaje, su antagonista: un teniente, no sabemos si de la policía tabasqueña y/o líder de las “Camisas Rojas”, innominado, jacobino a carta cabal, el Javert de Villahermosa, enfrascado en la captura del último religioso rebelde en Tabasco: el “Padre Whisky”, su Jean Valjean que evade a su cazador a la vera del Grijalva.
¿Quién de los dos tiene “razón”? O digámoslo no en el sentido jurídico sino moral: ¿quién debería prevalecer: el teniente rojo o el padre briago? Si atendemos a la historia de México, al teniente -y a su padre espiritual, Tomás Garrido Canabal- no les faltan razones para afirmar sin ambages que la religión, en particular la católica, es no sólo el opio del pueblo, sino su cárcel. Y para ellos la Revolución estaría inconclusa, como gran proyecto nacional de regeneración, si se detiene ante los muros de esa prisión sin demolerla hasta sus cimientos. Para el sacerdote dipsómano -y para Graham Greene, católico converso, luego pues furibundo, de una nación anglicana- no importan los pecados, las transgresiones y las dudas: lo que importa es la lucha, ciega, irracional, para alcanzar el martirio. Para merecer el Cielo es menester salvar el alma a costa del cuerpo. En ninguno de ellos habla realmente la razón, sino la pasión, casi una pulsión selvática, que los arrebata de todo entendimiento y los deja a la deriva entre el odio y la incomprensión mutua.
La novela de Graham Greene no resulta de una lectura sencilla; no por sus méritos literarios, que los tiene y muchos, tampoco por su prosa, tan diáfana que resiste hasta las malas traducciones; sino por su mala opinión de nosotros, los mexicanos. Greene no nos entiende ni nos quiere entender. Para él nuestro país es un conjunto de “Caminos sin ley” -su otro libro sobre nuestra patria- donde campean a sus anchas la violencia y la impunidad. De ahí que los personajes de “El poder y la gloria” sean a ratos meras plataformas en las cuales Greene, con el megáfono de su prosa poderosa, nos lanza un sermón no sobre la política ni el fanatismo. Su tema es el perdón. O mejor expresado: nos muestra la fabricación de un santo, martirio incluido. De esta materia pecadora, las mejores intenciones, los más bellos sueños pervertidos, la humanidad en breve, nace la santidad. Pero: ¿no es acaso también el teniente sin nombre un santo laico, austero como franciscano, honesto y puro, como dicen que eran los antiguos sacerdotes-soldados que lucharon en Tierra Santa? Ambos, el Padre Whisky y el Teniente son fanáticos. Moralmente es difícil tomar partido por uno de ellos. De ahí la grandeza de la literatura, que nos permite asomarnos a estos abismos del alma.
A veces las mejores intenciones provocan los mayores excesos, tanto en política como en la religión. Pienso esto ahora que se debate tanto sobre la llamada “Ley Garrote” tabasqueña, las reformas al código penal de dicho estado del sureste mexicano, en particular los artículos 196 bis y el 308 bis de dicho ordenamiento jurídico. Aquí tenemos por una parte el deseo a limitar la extorsión de supuestos grupos de “activistas sociales” que bloquean instalaciones de PEMEX a cambio de cobrar un “piso”, una extorsión en dinero a fin de liberar el paso para que se trabaje en las mismas. Un fin justo y necesario, sin duda. También se habla que la adición de estos tipos penales refuerza la libertad de tránsito, garantía constitucional vulnerada por el bloqueo de vías de comunicación. Pero por otra parte tenemos que la libre manifestación, que es una herramienta de presión política y social valedera, por no decir justa, se podría ver en entredicho por una limitación poco clara en el texto legal tabasqueño.
¿No es dejar demasiado libre a la autoridad de procuración de justicia el definir el alcance del artículo 308 bis, mismo que en su parte esencial establece que “al que, careciendo de facultad legal, impida o trate de impedir por cualquier medio, la ejecución de trabajos u obras privadas”? ¿Quién carecería de “facultad legal”? ¿Aquellos que obtengan de un juez o autoridad administrativa el “derecho a bloquear” la ejecución de trabajos u obras privadas? Pero si no hay dicho aval ¿todo bloqueo sería considerado sin “facultad legal”, por lo tanto, punible?
Considero que la lucha contra estos supuestos grupos sociales que bloquean indiscriminadamente instalaciones de PEMEX -o de cualquier empresa, pública o privada- o impiden la realización de obra pública a fin de obtener un beneficio económico en dinero constante y sonante son extorsionadores, por lo tanto, son organizaciones criminales que en nada se distinguen de la mafia que pide “piso” para que los empresarios y ciudadanos realicen actividades lícitas. Pero el combate a estos grupos delincuenciales, que de “sociales” sólo tienen la fachada, debería darse a través de la legislación para combatir la delincuencia organizada, enfocándonos en sus fondos y el lavado de su dinero mal habido; no en la manifestación más burda de su chantaje, que es el bloqueo físico de vías de acceso a fábricas o plantas petroleras -o de cualquier rama industrial-; las personas que participan en estos bloqueos, azuzados por estos dizque líderes “sociales” -capos y caciques criminales- , son “carne de cañón” que de ser aprehendidos, no serán las piezas claves de dichas organizaciones. Son mexicanos desesperados que se unen a estos sainetes por hambre. Su sanción, de existir, debería ser si acaso un arresto administrativo y no una pena carcelaria.
Legislar sobre la legalidad de las marchas y bloqueos no es impensable: Alemania lo tiene muy claro, pues en sus leyes se prohíben terminantemente que los manifestantes participen encapuchados o esgrimiendo símbolos nazis o neonazis. Hay sin duda límites a las libertades cívicas: aquellos que desde la intolerancia y el odio socaban el Estado de Derecho no deben gozar de tolerancia. La triste historia de la caída de la república de Weimar y del ascenso de Hitler al poder explican el porqué de la dureza legislativa alemana en el ámbito de las manifestaciones callejeras. Pero de igual manera nuestra historia debería indicarnos que es muy peligroso regular el derecho a tomar las calles, incluso con las mejores intenciones. En México las protestas callejeras, violentas o no, son parte fundamental de la toma de conciencia de nuestra sociedad civil. Son la savia histórica de nuestra democracia.
Tabasco es una tierra de exuberancias: naturales y políticas. Un estado de nuestra República que ha servido como laboratorio social y espejo de nuestras contradicciones. No podemos olvidar que en nuestro pasado tenemos esa lucha de contrarios, de personas de buena fe convencidas de estar haciendo el bien -por todos los medios a su alcance-; y de otros que, empecinados en su fe, tercos, pretenden hacer valer su derecho a la disidencia, a decir con fuerza y desde la tribuna de la plaza pública un sonoro “no”, aun y cuando todos digan que “sí”. Estas contradicciones son las que, aunque le pese a Graham Greene, hacen de México un lugar digno para vivir. Nuestra dignidad nace de abrazar al otro, de la reconciliación de nuestros demonios y santos, laicos o no. De estas contradicciones nace y se nutre la democracia, aunque nos pese. Otro camino debería estar a la mano, uno que no pase por el código penal, para reconciliar el derecho a la protesta pública y a la libertad de comercio y libre tránsito. Lo debemos encontrar, para exorcizar del debate público a los fantasmas fanáticos de nuestro pasado.

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