El tema de la semana, que sin duda lo será por varios meses, es el operativo ocurrido en Culiacán, donde fuerzas de seguridad pública del Estado mexicano detuvieron por algún tiempo a Ovidio Guzmán López, presunto capo del narcotráfico e hijo de Joaquín “el Chapo” Guzmán, legalmente reconocido como jefe del temible, aunque silencioso, Cártel de Sinaloa.

Esta retirada táctica de los elementos castrenses y de la Guardia Nacional para evitar muertes civiles ha sido criticada por amplios sectores de la oposición al gobierno que encabeza el presidente López Obrador: se habla de una humillación infligida al ejército mexicano y de una ausencia de Estado de Derecho. Nada más lejos de la verdad.

Los críticos al actual gobierno federal olvidan que existe ya en México una Ley Nacional de Uso de la Fuerza, que obliga a todas las corporaciones de seguridad pública del país y a los elementos (soldados, marinos, oficiales y agentes de la Guardia Nacional) a considerar, antes de usar la fuerza letal -o aquella no letal- para el cumplimiento de sus funciones, varios criterios para llevarla a cabo:

  1. El uso de la fuerza por parte de las fuerzas armadas del Estado debe ser proporcional, es decir, debe ser gradual ante la amenaza o resistencia del particular o gobernado que pretende sustraerse de, digamos, una orden de aprehensión.

  2. El ejercicio de la fuerza pública debe ser de “absoluta necesidad”. No debe existir otra opción más que el uso de las armas incapacitantes o mortales a fin de resolver el sometimiento de un individuo a los designios legales del Estado. Si hay una opción o alternativa al uso de la fuerza legítima del Estado, aquella debe prevalecer sobre ésta.

  3. Debe primar la legalidad y la prevención: se seguirán protocolos legales e institucionales para la respuesta gradual en el uso de la fuerza pública; y debe estar sobre todo judicializada, es decir, debe existir resoluciones o disposiciones sujetas al escrutinio y criterio de un juez de control constitucional, a fin de salvaguardar el orden jurídico y negar la arbitrariedad en el uso de la fuerza del Estado.

  4. Al haber una cadena de mando y un marco normativo, cuando se use la fuerza letal o no letal de las fuerzas armadas habrá rendición de cuentas. Desde el soldado raso hasta el Secretario de la Defensa Nacional, desde el marinero o contramaestre hasta el titular de la Marina Armada de México, incluyendo al Gabinete de Seguridad y al Presidente de la República; o bien siguiendo el escalafón de la Guardia Nacional, todos los mandos y tropa son responsables de sus actos y de sus órdenes.

  5. El artículo 5 de la Ley Nacional de Uso de la Fuerza es acaso el más importante y claro para explicar jurídicamente porqué los malquerientes al gobierno de la Cuarta Transformación no les asiste la razón legal en sus críticas y denuestos mal fundados: el uso de la fuerza del Estado mexicano se hará en todo momento con respeto a los derechos humanos.

El ser humano y su dignidad es el centro de la regulación mexicana del uso de la fuerza legítima que sus fuerzas armadas pueden ejercer para mantener y proteger precisamente ese Estado de Derecho al cual sirven. Es pues evidente que la Ley Nacional de Uso de la Fuerza es el fundamento claro y sin cortapisas que da sustento a la retirada que evitó muertes civiles en Culiacán y ayudó a desactivar una escalada de violencia de grupos del narcotráfico enquistados en la sociedad sinaloense. ¿Qué futuro puede tener la desafortunada denuncia presentada por el presidente nacional del PAN en contra del presidente López Obrador, si éste y su Gabinete de Seguridad actuaron conforme al marco legal del uso de la fuerza legítima del Estado? Ninguno.

Convendría que los críticos a esta decisión, antes de interponer denuncias temerarias, meditaran sobre lo ocurrido en Italia en las últimas tres décadas del siglo XX.

Durante esa época, el crimen organizado en Sicilia no se tentó el corazón para responderle al estado italiano con igual o superior violencia cuando éste decidió militarizar el conflicto que sostenía con la mafia: la Cosa Nostra en Palermo asesinó al gobernador militar de la isla mediterránea cuna de la mafia, el general dalla Chiesa; Roma envío más soldados y reforzó la autoridad de los jueces antimafia; en respuesta los mafiosos, acorralados, utilizaron explosivos para dinamitar una autopista y así matar al incorruptible juez Giovanni Falcone, a su esposa y sus escoltas -junto con decenas de civiles que fallecieron como resultado del atentado-; similar suerte correrían otros valientes magistrados italianos, Paolo Borsellino y Rocco Chinnici. Es cuando Italia decide retirarse de la lucha frontal, sangrienta, contra la mafia siciliana y se decide por otra estrategia: atacar a esta forma de crimen ancestral cortándole sus recursos financieros y -más importante aún- rompiendo sus redes de complicidad con “la mafia de cuello blanco”, como dijo el presidente López Obrador hace pocos días: la Cosa Nostra, como el narcotráfico en México, gozaba hasta hace unos meses con la complicidad y el tráfico de influencias de no pocos miembros de la cleptocracia priista. Este estado de connivencia ha terminado, gracias en buena medida a que la estrategia del actual gobierno federal ha virado del ánimo militar que embelesa al expresidente Calderón a una estrategia por la paz, pero acompañada de una lucha abierta conta el lavado de dinero, la evasión fiscal y la persecución legal de los políticos amafiados del viejo régimen.

Italia no ha logrado derrotar del todo a las mafias de otras regiones; basta con leer la obra narrativa de Roberto Saviano para entender que la Camorra napolitana y las bandas delincuenciales de Calabria siguen desafiando a Roma. Pero Sicilia goza de una paz y estabilidad inédita, gracias a que la mafia de aquella isla ha perdido su protección política en buena medida. Y eso ocurrió porque se dejó de pensar en clave bélica la lucha en su contra, pasando de las armas a la inteligencia financiera. El camino emprendido por el gobierno mexicano es largo; no obstante, dará frutos.

Y me permito hacer una pequeña coda: sorprende la sed de sangre y el ánimo militarista del Partido Acción Nacional, cuando en voz en cuello sus políticos y corifeos exigen asaltos frontales, perpetuar el desafortunado y monocorde recurso irracional de las armas sin ver otra opción que no sea ensangrentar al país. Sorprende no porque dicha agrupación derechista sea afín a la propuesta ética del actual gobierno federal: sorprende su posición porque el PAN traiciona a sus propios postulados. Leo su “Principio de Doctrina” de 1939 y encuentro que dicho partido político mexicano fue fundado para buscar “la convivencia civilizada y noble” en la vida de la nación mexicana. Reviso su “Proyección de Principios de Doctrina”, eje doctrinario actualizado al año 2002, para ver si en alguna parte de este hay un arrebato marcial, algún toque de corneta bélico que explique el ánimo rijoso de sus actuales dirigentes y legisladores: sin embargo, su ideología apela a “la vida y la dignidad del ser humano”, misma que, según el PAN “deben protegerse y respetarse desde el momento de su concepción hasta su muerte natural.” En suma, los miembros más vociferantes de la derecha mexicana no han entendido la propuesta ética del presidente López Obrador, no se han enterado de la Ley Nacional de Uso de la Fuerza, les tiene sin cuidado el antecedente italiano que me tomé la libertad de citar en este texto y, aún más grave, no conocen sus propios textos doctrinarios. Un partido que se dice receptor de la doctrina cristiana, particularmente católica, olvida el afán de paz y la mansedumbre franciscana para adoptar los modos del lobo. Semejante traición, pienso, a su propio ideario, debe ser dolorosa para los correligionarios sinceros del panismo; si acaso queda alguno de ellos, cosa que es de dudarse. ¿De qué le sirvió al PAN gobernar doce años, si en el proceso de su desgobierno perdió su alma? Una pregunta que debería contestar Marko Cortés antes de seguir adelante con su extraviada denuncia contra el presidente de la República.

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