Se le atribuye al duque de Wellington la frase siguiente: “Sólo hay algo más desolador que un campo de batalla luego de ser derrotado; un campo de batalla luego de resultar victorioso en ella”. Aforismo de soldado al servicio de un imperio despiadado, encallecido bajo los soles de la India y la penosa campaña peninsular, el dicho de Arthur Wellesley, quien luego sería ennoblecido con su ducado al derrotar a Napoleón, entraña una terrible revelación sobre la guerra. No importa si la ganas o la pierdes, toda contienda armada es una tragedia para quienes la viven o la sufren.
Wellington no era muy bondadoso con su tropa –los consideraba una turba patibularia: “no sé qué efecto tendrán mis soldados frente al enemigo; pero por Dios que verlos me provocan espanto”-, pero sin duda conocía cómo motivarlos y llevarlos al combate: de manera eficiente y cruel. La disciplina del ejército británico durante las guerras napoleónicas fue brutal; los soldados eran castigados con rudeza por las más leves faltas. Aunado a ello, la infantería ingería cantidades enormes de ron –los oficiales preferían el oporto y el brandy- antes de entrar en la refriega. Se toleraba el saqueo y los desmanes contra la población civil hasta el punto que no pusieran en riesgo las maniobras militares. Para la mayoría de las ofensas, el látigo; cuando fallaba éste, se imponía el patíbulo y la horca, a veces –dependiendo del rango del transgresor- el pelotón de fusilamiento.
Esta lógica de la milicia, donde el soldado raso teme más a sus oficiales que a sus enemigos, fue la norma de los ejércitos del mundo durante el siglo XIX y buena parte del XX. Raros eran los ejemplos, ya no digamos de trato humano sino al menos respetuoso, donde a la soldadesca se le dispensaba un cierto atisbo de dignidad. Si leemos la excepcional novela de Heriberto Frías, “Tomochic”, relato de la sublevación de los montañeses chihuahuenses de dicho poblado durante el porfiriato, veremos que los “pelones” del ejército federal mexicano eran maltratados por rutina, sistemáticamente, por los miembros de la oficialidad. Se pensaba que ello hasta tendría algún efecto benéfico en las filas de los enlistados bajo la bandera nacional: frente al abuso, se “templaba el carácter” y se preparaba el ánimo para derramar sangre. La violencia como método de enseñanza valía más que el saber ejecutar marchas y flanqueos u otras evoluciones castrenses.
Sorprende, en este ambiente enrarecido de violencia y sometimiento en el cual se desenvolvía la carrera de las armas a finales del siglo XIX y principios del XX, la figura de Felipe Ángeles. A la manera del generalísimo Morelos, tenía Ángeles una profunda empatía y bondad para con las tropas a su mando; siguiendo el ejemplo de Julio César, comía el rancho que sus soldados consumían y soportaba con ellos los rigores de la campaña, sin pretender sustraerse de esas penalidades pretextando su calidad de jefe y oficial. Su humanismo se extendía asimismo al adversario: escribió un interesante esbozo biográfico del “temible” Genovevo de la O, valiente zapatista a quien la prensa aristocrática de la Ciudad de México tenía por un vándalo sediento de sangre, tratando de entender sus razones y cómo, motivado por la injusticia y la venalidad de las autoridades del porfiriato, Genovevo y otros morelenses habían decidido tomar las armas y alzarse contra el mal gobierno que los acosaba. Participó luego en la desastrosa Decena Trágica –ese golpe de estado fraguado en la embajada de los Estados Unidos de América que terminó con el asesinato del presidente Madero y el vicepresidente Pino Suárez- y luego, acaso porque Victoriano Huerta no se atrevió a ejecutar al más respetado artillero del ejército mexicano, compañero de estudios en el Colegio Militar y reputado maestro en dicha casa castrense, lo dejó partir al exilio.
Felipe Ángeles regresaría a México para integrarse a la lucha armada, ahora del lado constitucionalista y combatiendo en la mítica División del Norte, bajo las órdenes de Francisco Villa. Imaginemos el cuadro, en aquel junio de 1914, ante el cerro de la Bufa, en plena batalla de Zacatecas: Ángeles, el militar de carrera en el arma de artillería, hábil con los números pero acaso más avezado para insuflar valor en los corazones de sus subordinados; Villa, el guerrillero por excelencia, forjado en los golpes de mano y en las incursiones, uno de esos magníficos centauros del desierto en los cuales caballo y hombre al parecer indisolubles; un general de escuela y uno que había sido formado por la vida insumisa del rebelde –acaso Ángeles pensó que no eran muy diferentes Doroteo Arango y Genovevo de la O-. Nada auguraba que ambas personalidades trabajaran de común acuerdo; peor aún, que el soldado con estudios de posgrado en Estados Unidos, que había vivido en Francia y era reverenciado por sus compañeros militares –aquellos que ahora eran sus enemigos- como maestro y artillero, se pondría bajo el mando del autodidacta, del líder nacido de la tierra, sin mayor mérito –al menos en apariencia- que concitar en su persona el amor y respeto de sus huestes. Pero así ocurrió.
Ángeles sería el planificador de la más sonora victoria de la División del Norte: Zacatecas. Una coordinación casi perfecta de movimientos de tropas, fuego de cañones, cargas de caballería y una fulminante acción de guerra que desbarató la resistencia del ejército huertista. La captura de Zacatecas, un hecho de armas que sigue resonando en nuestra memoria colectiva, en aquel verano de 1914 abrió la puerta al derrumbe final del régimen usurpador nacido del homicidio doble de Madero y Pino Suárez, de la sangrienta Decena Trágica. ¿Fue esa victoria un momento feliz para Felipe Ángeles? Me temo que no del todo.
Si bien su estrategia salvó vidas, al ser eficiente más que eficaz y sobre todo rapidísima, Ángeles sufrió en carne propia la frase del duque de Wellington. Ver la mortandad a su alrededor, pienso, lo habrá llenado de espanto. Si su profesión y su pericia en combate era causa de tanto dolor, ¿no era en si el oficio de la guerra una calamidad y la única esperanza para el género humano la paz?
No puedo más que imaginar que estos pensamientos pesaron en el alma y la mente de Felipe Ángeles. Luego de la derrota de la División del Norte ante Celaya, partió al exilio de nueva cuenta, ahora a Estados Unidos, país que veía con recelo y admiración –su padre había peleado contra los gringos en aquel aciago 1847- y es en ese destierro donde adopta al socialismo –declara su admiración por el escritor H.G. Wells- como su nueva fe. Dice Adolfo Gilly que Ángeles algo tenía de jesuita, es decir de sacerdote y misionero, pero con una disciplina interior que se traducía en una bondad a sus semejantes. Para el artillero habían pasado los días de hacer la guerra y ahora tendría que hacer la paz. Para ello ideó otro plan, osado e idealista: cruzar la frontera mexicana para tratar de avenir a los grupos en pugna. Sentía repulsión por las politiquerías –de ahí su desagrado visceral por Venustiano Carranza- así que abiertamente se declaró rebelde en contra del viejo barón de Cuatro Ciénegas. Pero la de Ángeles era una rebeldía del alma: más intelectual que militar, pacificador que en lugar de la espada porta la endeble esperanza de la reconciliación, Ángeles cruza de nueva cuenta la frontera entre EUA y México un 11 de diciembre de 1918.
Por supuesto, cae preso de los carrancistas. ¿Por qué digo “por supuesto”? Porque Ángeles no era un sedicioso cualquiera, un general de esos que daban cuartelazos y pronunciamientos con el afán de echar bala y saquear dos o tres pueblos antes de huir o buscar alguna amnistía. Felipe Ángeles, con el fatalismo propio de los filósofos estoicos, a la manera pues de un Marco Aurelio, está resignado a ser mártir de su propia causa, caer con su bandera, que no es otra que la de la paz y la fraternidad humana. ¿Idealista? Sin duda. ¿Ingenuo? No me lo parece. Sólo quienes han visto el rostro de la guerra saben que la única manera de derrotarla es negándole su sacrificio de sangre. La guerra, deidad funesta, se alimenta de la ira y el encono; Ángeles responde a ello con la razón y la voluntad de no ofender, no agredir. En un sentido profundo, el actual gobierno del presidente López Obrador pretende lo mismo que buscaba Ángeles: abrazar y no golpear al contrario como único camino para la reconciliación nacional.
Cae preso y es juzgado en una farsa judicial; su corte marcial de manera sumaria y sin apelación o recurso lo condena a la pena de muerte. Ángeles da un alegato final no a favor de su vida o libertad; sabe que Carranza, a quien “arrebató la careta de demócrata” le es hostil. Entiende que Álvaro Obregón sólo ve en él a un villista resentido. Pero aprovecha la palestra de ese tinglado para abogar por la paz. Sabe asimismo que será martirizado. Está bien. Pues él ha jurado no volver a pisar un campo de batalla, ya sea como vencedor o vencido.
Su epitafio podría ser no aquella famosa frase que dijo ante el tribunal que lo juzgó en Chihuahua: “mi muerte hará más bien a la causa democrática que todas las gestiones de mi vida. La sangre de los mártires fecundiza las buenas causas”. Es una buena frase. Pero me atrevo a imaginar que ese 26 de noviembre de 1919, ante el paredón, recordó otra frase que le escribiera a José María Maytorena en 1916, durante su exilio: “la piedad por los desheredados no es un dislate político, es la base indispensable para el equilibrio social”.
Esta última sentencia de Ángeles creo que es más exacta a su carácter y legado. Piedad ante el necesitado para construir ese equilibrio social; que es otra manera de llamar a la paz, un equilibrio de dichas y bienaventuranzas, pero también otra manera de llamar a la justicia social. Creo que ese es un mejor párrafo para recordar a Felipe Ángeles, ahora que estamos cerca de conmemorar cien años de su fallecimiento.