Encuentros con la Reina Roja

En el año 2016, mientras trabajaba en un medio de derecha y hacía lo posible para sobrevivir, conocí en una preciosa casa del centro de Mérida, Yucatán, a Elena Poniatowska Amor, personaje fundamental de la cultura de nuestro país, una escritora que condensa la que ha sido, quizá, la mejor época de la literatura mexicana.

Llegamos a la reunión dos reporteros y el director del medio: un abogado que operaba para el gobierno del priista Rolando Zapata Bello en asuntos diversos, los cuales iban desde la compra de votos, difusión de iniciativas inconclusas a través de portales pagados, chantajes a políticos de oposición —oposición compuesta entonces por un bastión fuerte y cínico de conservadores recalcitrantes, el PAN; y el germen del que se volvería el partido más fuerte de México, Morena— hasta la repartición de volantes y la “grilla”, es decir, servir de bulto en mítines políticos. Aplaudir cuando el gobernador gritaba, tras anunciar  que se pavimentaría parcialmente una calle, o que se instalaría corriente eléctrica y sistema de drenaje en las regiones olvidadas: “Trabajamos por tu bienestar”.

La idea era hacerle una entrevista larga y robótica sobre sus visitas a Mérida, donde vive su hija y tres de sus nietos. Un titular tramposo al estilo “Poniatowska a favor del turismo”. Por su puesto, nada de política. Desde antes la escritora ya había declarado su filiación al dos veces contendiente a la presidencia de la República, Andrés Manuel López Obrador (AMLO).  “Un animal político”, dijo una vez. “Un tipo con una gran voluntad”.

La forma en que mi  exjefe la abordó fue torpe, innecesaria. Hábil en el arte de fingir demencia, acostumbrada a los cuervos periodísticos, Poniatowska respondió a cada una de sus preguntas: “Ah, eh, ¿Cómo dijiste que te llamas?”

“Maestra, ¿cree que el gobierno (priista) actual ha sabido redireccionar la inversión pública para explotar el potencial turístico de Yucatán?”.

Y Elena:

“¿Ah?, ¿cómo dices?”

“Que si cree que el gobierno…”

“Ah, mira, botanitas. ¿Qué decías?”

El jefe repetía las preguntas, ajeno a tan fino y admirable desprecio —yo reía en mi fuero interno— y Poniatowska daba un sorbo de whisky, comía cacahuetes, nos miraba con la ternura que le dedica una periodista curtida a quienes entonces eran esbirros de un patán. Nos ofreció un par de cervezas y poco después terminamos hablando de literatura, de las coyunturas políticas.

“A veces una no puede dejar de comer papitas”, comentó la gran cronista mexicana cuando mi jefe, sin despedirse,  salió de la reunión con un mohín. Esa vez Poniatowska pronosticó que, producto de una gran base social y un hartazgo generalizado contra los anteriores gobiernos, AMLO ganaría la presidencia. Cuánta razón.

Curioso: a nosotros nos contestó todo, incluso fomentaba nuestras respuestas. “Ustedes que son jóvenes, diganme, ¿qué es lo bueno que se está escribiendo?”.

Me resultó contrastante verla físicamente. Dada la historia que la matiza— manteles largos, linajes monárquicos, novelas kilométricas, un escape elegíaco de la vieja Europa—, imaginé a una mujer alta, polaca, con ademanes europeos. Nada más alejado de la realidad: Poniatowska es una mujer delgada y pequeña, de aspavientos suaves, poseedora de una oralidad que raya  en lo narrativo y que envuelve, hipnotiza. Amena, humilde, cercana y mordaz, serían los adjetivos correctos.

Mientras acariciaba un majestuoso labrador negro, nos dijo:

“El amor por los perros se origina en la burguesía. ¿Ustedes recuerdan El extranjero de Camus? Ahí aparece un hombre que saca a pasear a su perro sarnoso, que todo el rato lo está insultando pero no puede vivir sin él. ¿Lo recuerdan? Así son muchas familias”.

Entonces no pude responder. Pero gracias a Elena leí la novela.

Y, tras beber un par de cervezas, le comenté pretenciosamente que quería dedicarme a la literatura, a los cuentos. Notó que esperaba una respuesta trascendental.

“Lo mejor para escribir cuentos es mirar la luna, ponerte de rodillas y aullarle. Así, mira: auuuu”, bromeó.

 

(…)

Feria del Libro de Yucatán, año 2016. Poniatowska sentada al lado de la escritora Sara Poot. Juan Villoro recibió el Premio Excelencia de las Letras José Emilio Pacheco. Lo antecedió un discurso del escritor Jorge F. Hernández, del que recuerdo un retazo magistral: “Y que tú no sabías, Juan, que mientras Ibargüengoitia salía de esa reunión, tú entraste a la literatura por la misma puerta”.

Quise acercarme para saludarla, demostrar, ante el gremio reporteril, que conocía de primera mano a una de las escritoras más importante de México. Sin embargo, en un movimiento ineficaz, pisé con mis botas los pies calzados en sandalias de Sara Poot; el staff de la feria, en su mayoría chicos que estudian Literatura y Letras Latinoamericanas, me sacaron amablemente. Le grité: “Hola, Elena”, a lo lejos, ruborizado. Y alzó la mano en un saludo firme, de otra época, un gesto que, lo sé, repetiría con cualquiera, lo conozca o no.

El nombre de Ibargüengoitia sonaba en los altavoces, y sin querer encarné a uno de sus personajes.

(…)

Otra tarde dijo:

“Yo soy biónica”— se tocó el corazón—,“tengo un marcapasos”.

Hasta entonces, nos habíamos visto cuatros veces; en una de ellas no me reconoció.

Ella caminaba junto al Hotel Montejo, sobre el famoso Paseo de Montejo,  acompañada por un sujeto rubio y alto que fumaba con la vista fija en el sol pese a los cuarenta grados de temperatura que taladraban la ciudad aquella mañana. Yo, parado en el umbral de la redacción de aquel portal de derecha, a punto de cerrar, le dije:

“Buena tarde , Elena”.

Supuse envuelto en vanidad que me reconocería al instante. Pero esa mañana, quizá producto del tono alucinante que adquiere la ciudad con 52 grados de sensación térmica, no me reconoció; me dijo buenas tardes, y siguió caminando.

Sin embargo, la siguiente vez que estuve con ella, tras el triunfo de AMLO, felices ante los cambios inminentes, ante la transformación total que significaba aquello, le pregunté dónde estaba el baño, y me dijo: “¿Y a poco no sabes? Si siempre vienes”.

 

(…)

No la he vuelto a ver, pero no le pierdo la pista. Poniatowska, junto con otros escritores mexicanos, encarna un arquetipo que admiro profundamente: los escritores con una posición política crítica, la cual no cede a la adulación y menos al pesimismo.

Sigue activa, escribiendo. Con 87 años de vida y una lista de premios incontables, y como hizo ante grandes movimientos sociales, como el del 68, se sumó a las protestas feministas y ha abordado cómo una escritora de su calibre también fue víctima de las cúpulas patriarcales.

Me quedo, para cerrar esta crónica, con algunas de sus declaraciones y titulares más recientes:

“Si no somos violentas, nadie nos hace caso”, titular que encabeza una serie de entrevistas que hizo a miembros de colectivos feministas.

Y sobre el paro del 9M, esta declaración: “El paro (del 9M) nos hizo ver el vacío, el Paseo de la Reforma, vacías las calles y vacíos muchísimos centros de trabajo. Gracias a este día sin mujeres podemos comprobar nuestra fuerza. Al no salir, invisibilizamos a una ciudad que sin nosotras se muere”.

Grande, duradera, trascendental, como sus obras.

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