La gran obsesión de la ciencia política -y en la misma medida, del Derecho Constitucional- es el ejercicio normado del poder. Un poder sin freno -pensemos en los desafueros medievales de la popular serie “Juego de Tronos”; o mejor aún, en las dictaduras militares sudamericanas- destruye el entramado social como si de un incendio se tratara. El ejercicio del poder público de manera raquítica -un Estado débil, como lo ha sido el mexicano; o inexistente, como da a entender la expresión “Estado Fallido”, tan usual cuando nos referimos a Somalia o Haití- provoca el colapso interno del país, como si una plaga de termitas destruyera los cimientos de un edificio. En ambos casos el resultado es la ruina de la nación.

Platón, tan desconfiado de la democracia como puede serlo un aristócrata del pensamiento abstracto, consideró que el poder del pueblo sufre de una minoría de edad perenne: las ciudades-estado griegas estaban enfermas de demagogia y Platón propone la cura: un gobierno de filósofos, para educar a los ciudadanos.  Platón ve con recelo a la democracia, pero la prefiere a otros gobiernos; lo que pretende en su famoso diálogo “La República” es darle cauce, reforzarla, hacerla menos proclive a los excesos de la turba convertida en tribunal y verdugo -sin duda recordaba lo ocurrido con su maestro Sócrates-. Así que, por encima de la voluntad popular, Platón entroniza a los filósofos para alcanzar la justicia social.

Pero ¿qué entiende Platón por una república gobernada -o moderada- por filósofos? No creo que literalmente pretendiera que los pensadores rigieran los destinos de las naciones; Aristóteles estuvo cerca de ello cuando fue preceptor de Alejandro Magno, sólo para ver cómo el conquistador macedónico se desembarazaba de él y sus consejos para acometer la locura -o la genialidad, depende de cómo lo veamos- de conquistar el mundo conocido de su época y crear un imperio que fusionara Occidente y Oriente. Tampoco creo que Platón viera con buenos ojos el experimento del emperador Marco Aurelio; primero porque cuando Marco Aurelio Antonino Augusto gobernó, el cadáver de Platón ya era polvo, así que no estaba ahí para ver a un verdadero filósofo gobernar el orbe; pero además porque el mismo Marco Aurelio tenía poco o nada de democrático: fue un dictador, el más culto e ilustre que conoció Occidente, pero autócrata al fin, que disfrazaba su respeto a las viejas instituciones de la fallecida república romana con ritos y consultas; pero él era el de la última palabra, no el senado. Marco Aurelio ejerció sin cortapisas su poder: muestra de ello es que nombrara a su hijo biológico como sucesor -rompiendo la costumbre de su dinastía, que mandaba elegir no al familiar directo sino al más apto para el cargo como nuevo emperador-; y cometió con ello su peor error, pues Cómodo fue dictador -brutal, zafio- y para nada un filósofo.

Así pues, ¿quiénes son los filósofos en los que pensaba Platón? Me parece que, para el filósofo ateniense, “filósofo” era aquel que tuviera una sana aversión a los argumentos engañosos de los sofistas, una natural tendencia a buscar la verdad, la belleza y la paz social: que entendiera de la mesura y que pudiera ver entre las brumas de las intrigas el brillo de la justicia, es decir, de la verdad hecha ley. En suma: Platón buscaba jueces, severos, inteligentes, sabios, pero sobre todo seres humanos que rechazaran imponerse por la fuerza de las armas o del populacho. En palabras de Tucídides, Platón quería que su Grecia evitara a aquellos que “pueden imponerse por la fuerza y que no necesitan ninguna justificación para ello”.

Si para los antiguos griegos la justicia era un don divino – la “diké”-, para nosotros, que ya vivimos en un país donde hay separación de Iglesia y Estado, la justicia debe ser la materialización de la ley en el caso que analiza el juzgado: no un fulgor de los dioses sino algo concreto, de uso corriente. Platón propone en su Estado ideal una división de trabajo: así el agricultor no realiza labores de artesano y ambos no faenan los barcos de los comerciantes.  Y asimismo la justicia debe quedar en manos de un cuerpo especializado: los que vigilan a los otros, los jueces-filósofos de Platón, son la columna vertebral que le recuerdan a su nación qué es el deber-ser del ciudadano y hasta dónde están los límites de la sana convivencia en sociedad.

Todo esto es, por supuesto, utópico; Platón no propone realmente un plan de gobierno con estas bases, sino que hace filosofía -política, jurídica-, es decir, analiza la esencia de las cosas y sus íntimos mecanismos para darnos una teoría del quehacer -una guía idealizada, no un manual-. Hay algo de comunista en el planteamiento de Platón sólo si lo tomamos al pie de la letra; también habría algo de fanatismo y dictatorial si pretendiéramos llevarlo a la vida real a rajatabla. Pero no es lo que pretende Platón, creo. Lo que pretende es plantearnos un caso de estudio y ver cómo podemos adaptar a la terca realidad estos postulados ideales de lo que debe ser un Estado. Es un problema de ejecución que ha provocado muchos quebraderos de cabeza para Occidente en los últimos dos mil trescientos años. Y me atreveré a afirmarlo: no sólo en Occidente ha sido un problema crear un cuerpo de “jueces-sabios” que nos indiquen nuestros límites. La China clásica los formaba en la filosofía de Confucio; acaso los aztecas en las escuelas del Calmécac de la misma manera en la cual Platón recomendaba educar a estos “guardianes”: filósofos y sabios; pero también con algo de monjes, con una reverencia monacal al orden y al conocimiento. Difícil balance.

En nuestro México los jueces, tanto federales como locales, tienen asimismo a sus “vigilantes” o guardianes: se les conoce como consejos de la judicatura. Son el último avatar -o reencarnación- del ideal platónico: un grupo de personas que forman, educan y auditan a los jueces; no olvidemos que los juzgadores son quienes tienen el “don” republicano de la impartición de justicia: imaginemos pues a los consejos de la judicatura como “jueces de jueces” y entenderemos la importancia de su función.

En toda república se requieren jueces: pero si son demasiado libres se convierten asimismo en pequeños -y terribles- dictadores de la legalidad; si por otra parte los encadenamos y les negamos la libertad -la libertad de un juez se traduce en su independencia de otros poderes, en su actuar bajo la ley pero sin mayor sombra ni miedo- es como sofocar a los canarios de la mina: matamos a quienes nos protegen de la dictadura y eso es el primer paso para el caudillismo sin contrapesos. Pero los jueces requieren asimismo de un contrapeso: de esos “guardianes” platónicos.

Los consejos de la judicatura existen pues para vigilar a los jueces: son quienes mantienen las escuelas donde se capacitan a los juzgadores, quienes revisan el actuar ético y legal del juez o magistrado, quien los premia o sancionan.  Son ese pináculo platónico: los últimos guardianes. El problema es que son solo seres humanos. Por lo tanto, no tienen nada de ideales: son de carne y hueso. El deseo de reformar a los consejos de la judicatura en México, empezando por el federal, no está extraviado. Pero es una operación de altísimo riesgo. Convertir a los consejos de la judicatura en meros apéndices del poder político destruiría la independencia judicial; dejarlos campear a sus anchas y tendríamos ya no libertad sino libertinaje, y socavaríamos la misma esencia de la judicatura.

Hay una manera de entender cuál sería el prototipo que tenía en mente Platón para estos “guardianes” o “vigilantes” finales de la república que él propone. Pero tendríamos que buscarlo no en Atenas, cuna de la democracia occidental, sino en su ciudad rival, la temible y militar Esparta. Porque los consejos de la judicatura tendrían que ser como esos guerreros espartanos: disciplinados, ascéticos, consagrados a una especie de religión laica -un contrasentido, pero creo que ilustrativo-, una renuncia y sacrificio. Finalmente preparan a quienes realizarán una tarea “sagrada”: impartir justicia. Y el vigilante no debería ser protagonista: su éxito sería ser casi invisible a la sociedad que juró proteger.

Igual y me equivoco, y más bien la imagen que estoy buscando es la de aquellas madres que le daban el escudo paterno al hijo espartano, antes del combate, y le decían: regresa victorioso o muerto sobre este escudo. Y mientras sus vástagos peleaba, ellas se quedaban a cuidar de sus casas y de la misma ciudad. Así de extraordinaria -y de silenciosa- debería ser la actuación de los consejos de la judicatura en México: los que vigilan a los vigilantes de nuestra idea de justicia y legalidad.

Como verán, no es nada sencilla la idea de reformar a los consejos de la judicatura. Es un fino acto de balance que puede provocar una caída de la cuerda floja de nuestra república. Por lo que su reforma requiere no “sacudidas”, sino un fino pulso de cirujano, un delicado trazo ajeno a la energía vociferante, protagonista, tan común en nuestro poder legislativo.

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