El Nagorno Karabaj es el escenario de un conflicto territorial y étnico entre Armenia y Azerbaiyán en el que las decisiones las toman Rusia, Turquía y la OTAN. Los ecos de ese conflicto llegan hasta Argentina.

Se habla armenio, se usa dinero armenio y se reza en iglesias armenias. Los que viven allí tienen pasaporte armenio. Pero este sitio en pleno Cáucaso, tan grande y neblinoso como las Islas Malvinas, no es Armenia, y según Google Maps es la quinta parte de Azerbaiyán. El Nagorno Karabaj se autoproclama independiente aunque solo lo reconocen Osetia del Sur, Transnistria y Abkhazia: limbos que dejó la caída de la Unión Soviética (URSS). Estampado en su nombre hay pistas de su morfología como lugar de paso: Nagorno significa “alto” en ruso, Kara es “negro” en turco y Bakh, “jardín” en persa. Casi ninguno de los 143 mil habitantes usaría ese nombre polimorfo, porque para cualquier armenio se trata de Artsaj, la forma más antigua de llamar a estas montañas.

En la zona más alta está Shushi. Quien controla esta ciudad, gana el territorio. Ahí vive Edik Avetyan, un ingeniero de 60 años, que trabaja en el aeropuerto de Stepanakert, la capital. Es delgado, inquieto, agarra la taza de té con la misma delicadeza que el electrodo para soldar. Es reservista, como todos los hombres mayores de edad. Mientras cuida las gallinas que cría con su familia, dice: “La gente de acá no quiere el conflicto, pero hace falta porque el riesgo es el dolor de perder la tierra, que nos expulsen, perder el idioma, en fin, la asimilación”. Cuando la semana pasada los azeríes bombardearon su casa, Edik se comunicó con su familia, que se había autoevacuado una semana antes en Erevan, la capital de Armenia. Intentó ser optimista: “Las paredes están”.

Naciones y estados

Edik y su familia son muy amigos de un grupo de argentinos que viven en Erevan desde 2015, quienes los llaman “nuestra familia de Artsaj”. Entre ellos Betty Arslanian, una periodista cordobesa de 31 años que viajó al Nagorno como corresponsal del Diario Armenia, de Buenos Aires, pero también como dueña de un terreno en el que sueña vivir algún día con Sarkis, su novio uruguayo. Aunque nunca habían vivido ahí, para ellos fue un retorno, como el de los judíos que migran a Israel.

En mayo de 2018, Betty cubrió para la Revista Late la “primavera armenia” que puso en el poder a Nikol Pashinyan, quien a poco de asumir, dijo: “Esto es Armenia y punto”, desde el Nagorno Karabaj. Aunque no hablaba de anexar el país, aclara Betty: “Se refería a Armenia como una nación con dos Estados”. Curiosamente, Heydar Aliyev, presidente azerbaiyano, suele decir lo mismo de la relación entre Turquía y su país.

Betty sale a recorrer todos los días sitios afectados por la guerra, como el Hospital de Stepanakert, la catedral de Shushi o la casa de Edik. Sube las stories al Instagram del Diario Armenia, donde se propone desmentir a los azeríes: “En el hospital sí había civiles”. Sus stories suelen terminar abruptamente porque de fondo se empiezan a escuchar tiros o bombas.

El lápiz de Stalin

Para el investigador del Centro de Estudios sobre Genocidio (CEG) de la UNTREF, Jorge Wozniak, la cíclica estrategia turco-azerí es “golpear, avanzar y esperar”. La estrategia rusa, en cambio, es ambigua: apoya a Armenia, pero le vende armas a Azerbaiyán. Sostiene el conflicto, pero busca que no estalle. La estrategia de Putin reproduce el mismo “divide y reinarás” que el 5 de julio de 1921 Stalin dibujó en un mapa a control remoto para dejar mal mezclados a armenios y azeríes. “Buscaba que no haya una frontera común entre pueblos turcos y Turquía”, explica Wozniak.

Todavía se pueden ver los escombros. Durante el siglo XVIII y XIX, Shushi se llamaba Shusha, en azerí, y era una de las potencias culturales de la región. La impronta progresista de la estadista y poeta Khurshidbanu Natavan, la lideresa que trajo el primer acueducto y escribió los versos azeríes más recordados, se diluyó cuando la convivencia con los armenios dejó de ser amigable. Primero, el Imperio Ruso trasplantó miles de armenios en Artsaj, multiplicando a los que ya estaban desde hacía un milenio y medio. Luego, la Revolución Rusa fue una oportunidad para armenios y azeríes de liberación nacional que se borró cuando el lápiz de Stalin dibujó una continuidad con el Zar. En 1988, cuando la URSS empezaba a difuminarse, los límites de este territorio se fueron desvaneciendo. La guerra dejó al menos 40 mil muertos. Los azeríes acusan a los armenios de una masacre en Jodyalí en 1992. Los armenios acusan a los azeríes de decapitar ese mismo año a 45 armenios en Maraghar. Con sabor a victoria armenia, se firmó un alto al fuego en mayo de 1994, que se viola frecuentemente.

Los enemigos son los aliados

Según Putin, el capítulo bélico que empezó el 25 de septiembre pasado ya cuenta 5.000 muertes entre ambos bandos. Ya son tres los ceses al fuego violados por Azerbaiyán en una semana.

Rusia auspicia la tregua con su base militar permanente en Armenia. Turquía basa su ofensiva en la Fuerza Aérea. Irán apoya a la cristiana Armenia, pero es chiíta como Azerbaiyán y tiene al menos 13 millones de azeríes viviendo en su país. Estados Unidos recién se incorporó en serio a la discusión esta semana, auspiciando el último alto al fuego.

Emmanuel Macron dijo que la actitud de Erdogan “es temeraria y peligrosa”, pero la Unión Europea (UE) podría depender hasta un 35% menos de la canilla rusa si Turquía consolida el corredor hidrocarburífero transcaucásico. Los misiles que estallan en Nagorno Karabaj acarician los dos oleoductos que llegan del este, jaquean la estabilidad del aprovisionamiento y postergan las inversiones.

Lobbies

Para Scott Radnitz, de la Universidad de Washington, Azerbaiyán es “el mejor ejemplo de los pequeños países que compran respeto por el mundo”. Los azerbaiyanos serán sede de la próxima Eurocopa aunque no estén en Europa, son el décimo país que más dinero invierte en lobby en Estados Unidos, gastaron 3.000 millones de euros en regalos para parlamentarios europeos y tienen convenios con agencias de noticias como Reuters y EFE.

Del otro lado, el entusiasmo de los 11 millones de armenios de la diáspora: ya lograron que más de 20 países reconocieran el genocidio armenio o que, por ejemplo, la alcaldía de Milán denuncie que “la República de Artsaj fue atacada con ayuda del terrorismo islámico llevado por Turquía”.

Ecos

Los carteles del aeropuerto de Erevan tienen el azul de fondo y la tipografía de los de Ezeiza. Son la marca de su dueño, el quinto hombre más rico de allá, el noveno más rico de acá: Eduardo Eurnekian. Hay intereses argentinos en Armenia de igual modo que hay intereses azerbaiyanos en Argentina. En 2014, mientras era presidente de San Lorenzo, al actual ministro de deportes de la Nación, Matías Lammens, le ofrecieron cuatro millones de dólares para que la camiseta azulgrana diga “Azerbaiyán”, como la del Atlético de Madrid. Lammens los rechazó: “A veces la prepotencia del dinero pretende pisar la historia”. Algo de eso le sucede a Israel, que nunca reconoció el genocidio armenio y le vende drones a Azerbaiyán, quien, a su vez, lo provee de casi el 40% del gas que importa. Los armenios dicen que el genocidio perpetrado por los otomanos fue el experimento que posibilitó el holocausto de Hitler. Pero la mayor parte de la comunidad internacional actúa como Israel para no desafiar a Turquía.

Lejos de la geopolítica y cerca de un monumento con dos totems que llevan la inscripción “somos nuestras montañas”, Edik Avetyan dice: “El genocidio armenio es una cuestión totalmente aparte del conflicto con nuestras tierras. El genocidio no es sólo una cuestión de los armenios sino de la humanidad. Un pueblo que no lo reconoce corre el riesgo de que le pase a sí mismo. Pero una cosa es el dolor del pueblo y otra la cuestión de Armenia hoy, que es el despojo de nuestras tierras”.

Con información de Kurdistán América Latina.

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